Claudio Tolcachir: Emilia



Ante el dolor de los demás

“Un tema mundial es la desconexión que nos hace individualistas”, dice el autor y director de Emilia, creador del fenómeno Timbre 4.
Claudio Tolcachir dice que es feliz en el teatro. Que podría ser boletero, espectador, iluminador. Pero fue primero actor y con los años –pocos: está por cumplir 38– se convirtió en un prestigioso director y dramaturgo desde el off del off, un departamento en el fondo de una casa chorizo en Boedo 640, de donde sale el nombre del teatro que ni siquiera tiene cartel: Timbre 4. Sus obras se representaron en más de veinte países y se tradujeron a siete idiomas; él ha recibido premios como ACE, María Guerrero, Teatros del Mundo y Teatro XXI. Pero suena más orgulloso de ser feliz.
Casi 200.000 personas vieron su éxito La omisión de la familia Coleman, su primer texto. Una obra que salió de la desesperanza de la crisis del 2001 y llegó a dieciocho países. “Timbre 4 fue una intuición de salvataje”, dijo a Miradas al Sur. “Me mudé a Boedo en mayo de 2001 y en diciembre fue la hecatombe. Era muy chico, muy inconsciente como corresponde para hacer algo así mientras los amigos se iban, los viejos estaban sin laburo y el país parecía desintegrarse.”
Con la compañía que había formado en 1998 comenzó a trabajar ese texto que se ha reestrenado (ver abajo). Y a la vez se embarcó en una aventura que se amplió a una sala para 180 espectadores a la vuelta de la esquina (México 3554), donde sere acaba de estrenar su cuarta obra, Emilia, un texto desolador que él mismo dirige y en el que Carlos Portaluppi alcanza una variedad de registros escalofriante.
Emilia (otra extraordinaria actuación, de Elena Boggan) fue la niñera de Walter, cuya madre languidecía sin atenderlo. Cuando el chico creció, dejó de verla. La obra sucede el día de la mudanza de Walter y su familia, cuando el camión que transportaba sus pertenencias casi rozó a Emilia. El reencuentro, que cambiará la historia de la mujer, se inspira en el día que Tolcachir volvió a ver a su niñera, Cecilia, para llevarla al cumpleaños 40 de uno de sus dos hermanos. La vida de Cecilia, es ocioso aclarar, no se parece a la de Emilia: “Después uno construye una ficción”, contó Tolcachir.
–¿Cómo fue el proceso de transfiguración de la realidad en la obra?
–En general cada texto me lleva dos o tres años. Me conmovió mucho este encuentro casual con nuestra niñera: me contaba cosas que yo no recordaba, como pasa en la obra. Pensé: “Qué loco, ella se acuerda con tanta precisión. ¡Cuánto amor! Porque esta mujer no sólo trabajó: esta mujer amó y nosotros somos personas importantes en su historia, y ella en la nuestra”. Me pasaron imágenes, algunas ideas. Por ejemplo: pensé que Emilia iba a querer quedarse en la casa, pero sentí que la historia no iba por ahí. Al fin la casa le pide que se quede.
–¿Trabajó el texto, como en sus tres obras anteriores, probándolo con la compañía?
–No, fue mi primera experiencia de escritor solo, en casa, frente a la computadora… Quería probarlo. Antes solía escribir y por ahí el mismo día ya le llevaba el texto al equipo y en seguida veía las palabras puestas en acción. En este caso terminé la obra y sólo entonces armé el elenco. Quería una obra escrita para ser dirigida, donde el texto en sí no expresara mucho: hablan de ordenar la ropa por colores, de no preocuparse por la comida… Quería contar sin contar para luego hablar de las cosas profundas en el juego con los actores. Casi todo está contado por la ausencia o por su contrario.
–En alguna ocasión lamentó no haber estudiado dramaturgia.
–Estudié obras como actor y director y profesor. Cuando dirijo trato entender la estructura de la obra: cómo se da la información, cómo se juega con la tensión. Aunque no tengo nombres técnicos, cuento con un gusto por la forma de contar. Y después, al dirigir, intuitivamente me doy cuenta de elementos que tenían más sentido de lo que yo creía al escribir. Son lógicas superiores a la razón. Creo profundamente en la intuición como una forma de la inteligencia, que no es consciente ni fácil de explicar.
–¿Por qué eligió a Portaluppi, que no es parte de Timbre 4?
–Sabía que el grupo de Coleman y El viento en un violín no podía. Con Carlos compartimos una obra, De rigurosa etiqueta, y ensayamos otra. Lo quiero mucho, es un tipo con gran compromiso y amor por el trabajo. Y un actor único. Walter es un personaje difícil, pasa por muchos estados y es el eje de esa casa. Lo llamé y me dijo que sí. Respiré: “La voy a hacer”, pensé, porque hasta entonces tenía dudas. Me dijo que no podía leerla esa semana porque estaba estudiando mucha letra, pero a las dos horas me escribió “¡Está buenísima!”.
–La obra desarrolla, mediante conflictos individuales, elementos sociales como la desconexión o la solidaridad. ¿Cómo hace esa unión?
–Escribo sobre temas que me conmueven en la respiración general, más allá de los personales. Veo el proceso de mis obras con el proceso de mi país. En el 2001 me afectó la sensación de individualismo y de desintegración, y Coleman nace de esa crisis en la que cada uno se aferró a su salvavidas. El viento en un violín parte de dos familias que fuerzan la realidad para tratar de ser normales, outsiders del mecanismo social exitoso que arman su realidad... No está bien lo que hacen, pero a ellos les hace bien. Y nosotros, como país, no nos parecemos a un modelo, nos suceden cosas diferentes, y construimos nuestra propia felicidad o esperanza. El tercer cuerpo habla de la soledad urbana. Y en Emilia parto de la desconexión mía en ese diálogo con Cecilia para pensar en las veces que elegimos desconectar.
–¿Desconectar de qué?
–De lo que produce dolor. Del dolor ajeno, de quien me necesita, de la pobreza, de la indefensión, de la injusticia. La primera vez que vi pasar gente colgada de un camión juntando cartones sentí tristeza, desolación. Después se desarrolla un mecanismo social de acostumbramiento. Un tema mundial es la desconexión que nos vuelve individualistas. No nos entra en el cuerpo tanto dolor y nuestros parámetros de realización son individuales: mi negocio, mi historia, mi familia. Como si el dolor de los otros no tuviera nada que ver con uno. Algo humano y también alienante.
–Actuó a los quince años, dirigió a los veintitrés, no ha cumplido cuarenta y tiene cuatro obras y un espacio donde forma actores. ¿Alguna de esas actividades le gusta más?
–La docencia me da pura felicidad. Por un lado es el laboratorio más libre: no hay obligación de resultado como en el estreno, se puede investigar con la mayor libertad. Y por otro lado los alumnos traen las ganas, la pureza, el deseo. Aprendo mucho: mi escuela de dirección fue la docencia. Aproveché para investigar autores, para estudira cómo escribir... todo lo probé primero en la docencia y luego lo hice profesionalmente.
–¿Y actuar? Porque dejó de ser un chico tímido al estudiar teatro, entre otros con Juan Carlos Gené y Verónica Oddó.
–Fue alucinante que en la adolescencia debiera aprender a ser otros, a defender argumentos de otros, a ponerme en el lugar del otro... Para comprender a un personaje hay que bajar el prejuicio y el juicio. Se me despertó, gracias a mis profesores, la curiosidad por entender a los otros y a mí mismo. Como me enseñó Alejandra Boero: “El teatro es revulsivo”. Y es verdad: uno vive escrutándose, moviéndose de sus lugares. Y después me encanta ir rotando: cuando actúo mucho me gusta la idea de volver a dirigir, y a la inversa.
–Usted dirigió obras de Arthur Miller, Joe Orton, Mauricio Kartún: ¿qué diferencias hay entre trabajar textos ajenos y propios?
–Al elegir una obra de otro tengo más claro por qué. Todos eran mis hijos, de Miller, es una estructura perfecta: me propuse ser un buen intérprete de esa melodía que inventó otro. Es un desafío detectar qué funciona dentro de una obra ajena, qué quiso poner el autor; no me siento obligado a ser respetuoso de cómo se hizo siempre, ni a modernizarla como sea... Quiero hacer que este texto se comunique con el público por medio de mí y de los actores, hacerlo mío pero sin invadirlo. Dirigir mis obras es terrorífico. Soy el autor, nadie me dice por qué ese texto tiene algún valor. Me pregunto: “¿De dónde saco que esta obra está terminada?”. Pero hay un momento en que siento que ya, que no puedo cambiarla más. A lo sumo en los ensayos corto cosas que necesité al escribir pero no al poner en escena, porque con un actor sobran palabras.Emilia
Ver o no ver: ésa es la cuestiónEmilia ambiciona y logra presentar en pocas palabras la tragedia de los límites humanos, la incapacidad de aceptarlos para hacer lo mejor con lo que existe y la desconexión entre seres que quieren vincularse.
Acaso se desea ayudar, pero lo que uno puede dar no es lo que el otro necesita. Es el caso de Walter (Carlos Portaluppi) ante Emilia (Elena Boggan), su niñera y con la que se encuentra años más tarde, ella en un estado de desamparo evidente. “Elena es un descubrimiento”, dijo Claudio Tolcachir, autor y director. “Es de Chivilcoy, donde hizo mucho teatro, y viene para las funciones. Le da algo muy particular a la mirada de Emilia sobre ese pibe al que crió y en qué se convirtió.”
Acaso se desea amar, pero lo que uno tiene para dar es un sucedáneo del amor. Eso le ofrece Walter a su mujer Caro (Adriana Ferrer) y a su hijo, Leo, conocedor únicamente del amor que se recibe a cambio de algo, el que le dio esa mujer que cobraba por quererlo. “Walter no quiere ver lo que pasa en su casa”, siguió Tolcachir. “No puede relajarse porque tiene un destino –y un recuerdo, que es algo parecido– de rechazo. Él quiere tener su familia, pero la machaca, la fuerza.”
Acaso se desea ser cuidado, pero uno lo puede soportar lo que el otro ofrece. Es lo que le sucede a Caro, un papel difícil para Ferrer, que logra expresar un gran caudal de sentimientos desde la completa ausencia: parece una zombie, se escuchan risas por sus comentarios descolgados. “Tengo la imagen de Caro como un animal que cae en una trampa y trata de no acordarse de que está allí y acostumbrarse”, comparó el director.
La alusión borra cualquier forma de lo explícito y mantiene al espectador al borde de la silla preguntándose si la inestabilidad de Walter, que revela más y más los huecos de su estructura afectiva, desatará o no la violencia.
Emilia, Timbre 4, México 3554, CABA. Jueves a las 21 y sábados a las 21 y a las 23.15. Entradas: $ 90 y $ 70, en Boedo 640 o www.timbre4.com.El fenómeno de Timbre 4
Una cooperativa de fama mundialCuando le dijeron “Ahora sí, llegaste”, porque dirigió teatro comercial en la avenida Corrientes, Claudio Tolcachir pensó que tal vez llegar había sido, en realidad, desarrollar el proyecto de Timbre 4.
El teatro comercial le gusta: aunque un productor exija y se ensaye sólo dos meses, “cuando se cierran las puertas de la sala y trabajo con los actores, no hay diferencias”, describió. “Siempre trato de hacer lo mejor que puedo. Hice obras como Agosto para conocer y aprender de actores alucinantes” Sin embargo, hay algo que le gusta un poco más del teatro independiente: “Trabajar con un grupo propio es un salto más grande, se navegan aguas de más riesgo, más personales”.
Timbre 4 es una cooperativa. “Produce el grupo, todos cobramos lo mismo y hacemos las obras con lo que hay”, explicó. “Tomo las decisiones artísticas, pero las de producción se deciden en grupo. Eso genera otro vínculo con el trabajo: esta obra es mía y de los otros, todos somos dueños.”
Para el director el grupo es de incondicionales, que pueden salir a buscar sala –y encontrarla– un viernes a la 1 de la mañana para el sábado, porque les habían clausurado la propia; dar seminarios sobre “Teatro musical” o “Actuación en medio del caos” como clases a alumnos sin techo, un grupo que lleva Manuel Lozano; construir la sala grande a la vuelta de la esquina. “Las dificultades unen. A veces tenemos que ingeniárnoslas para disfrutar los buenos momentos: está todo bien y aparece la angustia. Pero si hay un problema, estamos todos”.
En este momento Timbre 4 tiene en cartel las cuatro obras de la casa: Emilia, El tercer cuerpo (5 temporadas en Buenos Aires, 110 presentaciones en 17 países), El viento en un violín (3 temporadas en Buenos Aires, 9 festivales internacionales) y el germen de todo, la superlativa La omisión de la familia Coleman (9 temporadas en Buenos Aires, 195.000 espectadores, 12 premios nacionales e internacionales).

Fuente: Miradas al Sur

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