Qué me has hecho, vida mía


Fanny Navarro, la diva que el poder destruyó

Estuvo tan cerca del sol que al principio resplandeció hasta enceguecer a los demás. Pero en realidad se estaba quemando y terminó hecha cenizas. Porque el poder no siempre da; a veces quita y, en el caso de Fanny Navarro, encima por partida doble. Por eso seguramente tuvo una corta y desgraciada vida (murió a los 51 años; hoy tendría 92).

Sufrió en carne propia una tragedia griega muy personal: estrella del espectáculo que asciende aún más cuando intima con el poder y que al caer en desgracia es perseguida por amigos y enemigos. Su cabeza llena de fantasmas ominosos y su corazón apaleado prepararon cuidadosamente su prematura tumba.

Pero así como Fanny Navarro se fue muy rápido, siempre está volviendo. Como si su alma en pena quisiera seguir lamentando su historia triste públicamente.

Como le pasó durante su vida, las versiones que hablan de ella la ensalzan y la maltratan indistintamente. Entre los primeros, César Maranghello y Andrés Insaurralde (Fanny Navarro o un melodrama argentino, de Ediciones del Jilguero, Bs.As., 1997) armaron una documentada biografía que merece ser leída; entre los segundos, flaco favor le hicieron Héctor Olivera y José Pablo Feinmann, director y guionista respectivamente, de ¡Ay, Juancito! (2004), un film sobre Juan Duarte donde tiraban el prestigio de esta diva del viejo cine argentino a los perros.

Si bien es más respetuoso el libro Vidas , de Daniel Mañas (Planeta, Bs. As., 2010), que incluye "24 pequeñas biografías de grandes personajes", entre las que se incluye la de Fanny Navarro, se enfatiza una miseria final que no fue tal ya que su cuñado, el actor Jorge de la Riestra, que había empezado con ella en el cine y que se había casado con su hermana, siempre estuvo cerca para asistirla económicamente y tapar agujeros.

Ahora llegó el turno de la excepcional Qué me has hecho, vida mía, una atractiva y delicada versión teatral que la recrea amorosamente con los códigos del radioteatro.

Aunque por su singular belleza, nunca le faltaron pretendientes, Navarro prefirió refugiarse en la vida familiar. Tuvo un fugaz matrimonio con un bodeguero mendocino, pero la vida provinciana la asfixió y en pocos meses volvió a la gran ciudad. No tuvo hijos, pero vivió con su madre Lilia y con sus dos sobrinos Bonny y Bebe, desde su pleno esplendor hasta su largo ostracismo y consecuente muerte, en 1971. La madre de los chicos, Ninon, una de sus tres hermanas, que había bailado en el Teatro Colón, le confió sus hijos a Fanny cuando se casó con De la Riestra y Navarro los cuidó como propios, tanto en el ascenso como en la caída de su particular trayectoria.

Fanny Navarro tuvo la dicha de ser íntima amiga de Eva Duarte y amante de su hermano Juan. Y la desdicha de quedarse a la intemperie y sin la protección de ambos cuando en ocho meses murieron los dos: la "abanderada de los humildes", de cáncer y el "abanderado de la buena vida" -salía con cuanta actriz podía y no dejaba negocio por hacer- aparentemente se suicidó en confusas circunstancias.

Fue suficiente para que el presidente Juan Perón, esposo y cuñado respectivamente de los ilustres finados, limpiase prolijamente todo su gobierno del más mínimo vestigio de "evitismo" concreto hasta reducirlo a un culto colosal, pero inofensivo y etéreo sin influencia alguna sobre el aparato del Estado, como cuando Evita vivía e incidía informalmente.

Por cierto, esa limpieza también incluyó a Fanny, con la ayuda del mandamás de la comunicación, Raúl Apold, que no le tenía la más mínima simpatía y que se ocupó con gran eficacia de cerrarle el paso a cualquier papel. Sus enemigos se encargaron de esparcir feas leyendas: aseguraban que cuando la respaldaban los poderosos hermanos Duarte, Fanny, como presidenta del Ateneo Cultural Eva Perón, había hostigado a figuras que no comulgaban fervorosamente con la causa peronista. Nunca se comprobó; en cambio, sí consta que sacó la cara por varios prohibidos.

A partir de su meteórico descenso se sucedieron llamadas telefónicas anónimas, se dispuso una custodia policial en la puerta de su casa y se multiplicaron los comentarios insidiosos y el vacío a su alrededor (la visitaban el escritor Manuel Puig y muy pocos más). ¿Temía el presidente que su esposa le hubiese confiado cuestiones delicadas a Fanny en su lecho de muerte?

Tras el golpe de 1955 su situación empeoró: siete hombres de traje y de ametralladoras dieron vuelta su mansión de Castex 3336 y no encontraron nada. Luego la mandó a llamar el contralmirante Isaac Rojas, vicepresidente de facto de la Nación, para que complicase a Perón en la muerte de Juan Duarte. Se negó. Faltaba lo peor: Germán Fernández Alvariño (el oscuro "capitán Gandhi") le mostró la cabeza de Duarte dentro de una bolsa. Vaya si la amedrentó: su equilibrio emocional, que ya venía flaqueando con tal nivel de presiones de dos gobiernos diametralmente opuestos, comenzaba a dejar huellas indelebles.

Ella también contribuyó a sellar ese destino cruel al no aceptar una propuesta para irse a trabajar a México, donde habían emigrado Niní Marshall y Libertad Lamarque, cuando cayeron en desgracia durante la primera década peronista. También Narciso Ibáñez Menta y Alberto de Mendoza la llamaron desde España y tampoco agarró viaje. Entraba en su etapa fóbica y en ataques de pánico con que ella misma se saboteó algunos papelitos locales que pudo conseguir en los últimos quince años de su vida.

Para colmo la estafaron cuando vendió su caserón de Palermo Chico y se mudó con su madre y sus sobrinos a un tercer piso de un departamento que quedaba al lado.

Víctor Pablo Romero Navarro es el sobrino sobreviviente que creció a la sombra de esa tía tan dispar. A la muerte de su hermana accedió a una documentación que nunca había visto: el expediente de la casa por la que Fanny terminó cobrando muchísimo menos y un diario íntimo escrito con letra temblorosa que echa luz sobre las profundas angustias que embargaban a esta mujer.

Qué me has hecho, vida mía la recupera ahora en su faz candorosa de personaje casi de fábula, viajando dentro de su pompa de jabón hacia su impensado precipicio.

Fuente: La Nación

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