Mi vida después


Padres nuestros

Seis personajes en busca de las biografías de sus padres. Una puesta en escena de la vida cotidiana bajo el terror de la dictadura. Documentos personales leídos en vivo como testimonios de la memoria colectiva pero altamente subjetivada. Todo esto y más sucede en Mi vida después de Lola Arias, último eslabón de la serie Biodramas que se proyecta en el Teatro Sarmiento del Complejo Teatral de Buenos Aires.

Mi vida después, de Lola Arias, fue la última obra programada por Vivi Tellas como directora del Teatro Sarmiento dentro de su serie Biodramas, obra que hace saltar la serie al mismo tiempo que la radicaliza del lado de la autobiografía y el testimonio en clave de “ficción real”. En el proyecto original, Vivi Tellas hacía esta declaración de guerrilla estética: “Biodrama se inscribe en lo que se podría llamar el retorno de lo real en el campo de la representación. Después de casi dos décadas de simulaciones y simulacros, lo que vuelve en parte como oposición, en parte como reverso es la idea de que todavía hay experiencia, y de que el arte debe inventar alguna forma nueva de entrar en relación con ella. La tendencia, que es mundial, comprende desde fenómenos de la cultura de masas como los reality shows hasta las expresiones más avanzadas del arte contemporáneo, pasando por la resurrección de géneros hasta ahora ‘menores’ como el documental, el testimonio o la autobiografía. El retorno de la experiencia lo que en Biodrama se llama ‘vida’ –es también el retorno de Lo Personal. Vuelve el Yo, sí, pero es un Yo inmediatamente cultural, social, incluso político”.

Mi vida después, una suerte de Vidas paralelas vividas durante los años de dictadura militar en la Argentina, tiene seis personajes que actúan como bastoneros de las biografías de sus padres: un ex sacerdote que dejó los hábitos, tres militantes de Montoneros, un sargento del ERP, un policía de inteligencia y un empleado de banco. La primera novedad de la obra es ponerlas simultáneamente en primer plano como un retrato coral de la vida cotidiana bajo el terror. El secuestro y la desaparición de dos padres, Horacio Speratti y Carlos Crespo, no juega como un subrayado en el relato de los hijos ni con mayor protagonismo en la obra total. Blas Arrese Igor, haciendo de su padre cura, dice: “Se suspende la clase de teología porque echaron al padre Podestá porque colaboraba con los obreros y tenía novia”, Pablo Lugones haciendo del suyo, un empleado bancario, dice: “Vuelvo a casa del trabajo en un colectivo. Las calles están cortadas por una manifestación. Me bajo y camino las veinte cuadras que me separan de casa”.

Lola Arias, también directora de la obra, ha pensado una puesta llena de lo que podría llamarse “recursos generacionales”, como la cámara de video, las técnicas del clown y la parodia, en este caso la de un guión de fotonovela: contra una enorme pantalla sobre la que se proyecta su propio rostro, Liza Casullo recita la propuesta matrimonial de Nicolás Casullo a Ana Amado, sus padres, luego de una amenaza de la Triple A:

“Mi padre: Recibí una nota con una amenaza de muerte.

Mi madre pestañea y abre los ojos.

Mi padre: ¿Querés casarte conmigo?

Mi madre pone cara de robot. Mi padre se acerca a ella. Los dos en primer plano se besan durante siete minutos y medio”. Los parlamentos de Mi vida después no se pueden reducir a su origen documental y producto de una investigación: sintetizados y reelaborados por los hijos-actores, son, sin embargo, la obra de una autora que ha anotado lúcidamente en su diario “No quiero que Mi vida después sea melancólica ni panfletaria”.

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