Muchas felicidades, Ensayo sobre lo artificial, Pangea, El dragón de fuego, Padre Carlos. El rey pescador, Derretida máscara obscena, El pueblo en sombras, Madre sin pañuelo, Encuentro en Roma, y otras


La escena del movimiento continuo

Obras de autores nacionales y extranjeros poblaron la cartelera porteña, muchas veces en versiones con tendencia a la mezcla de disciplinas. La escena porteña avanzó programando giras de alcance nacional, como en el área oficial lo viene realizando el TNC.

En un clima social dominado por la política, la actividad teatral siguió su curso mostrando cierta predilección por los comportamientos sociales y no sólo de esta época. Hubo elencos que miraron hacia el pasado y de ahí surgió la puesta de Muchas felicidades, de Paco Urondo, obra de los años ’60 sobre la identidad argentina, dirigida por Analía Fedra García. Cercana fue, en cambio, Ensayo sobre lo artificial, por el grupo Periplo que dirige Diego Cazabat. Allí, y en el marco de una conferencia, se presentó un prototipo humano, corporizado por tres individuos. El comportamiento fue también eje en Pangea, de Ana Katz, al señalar la relación de una hija con sus padres y la elección de un territorio donde vivir. A su vez, El dragón de fuego (1993), de Roma Mahieu, en versión de Gina Piccirilli, hizo foco en la supervivencia. La indagación sobre el pasado originó otras formas de reaccionar ante la violencia y surgieron obras como Padre Carlos. El rey pescador, obra de Cristina Escofet que dirigió José María Paolantonio; y cuatro piezas de Jorge Palant: Derretida máscara obscena, El pueblo en sombras, Madre sin pañuelo y Encuentro en Roma.

Las intimidades y los conflictos de la relación con el otro expuestos a veces de modo grotesco reaparecieron en obras de autores nacionales y extranjeros, en general versiones con tendencia a la mezcla de disciplinas. Mientras continúan las reformas edilicias en los teatros San Martín y Nacional Cervantes, la escena porteña avanzó incluso programando giras de alcance nacional, como en el área oficial lo viene realizando el TNC, cuyos logros en la puesta de obras y organización de ciclos a través del Plan Federal y las presentaciones de Teatro del País son reales. Otro avance fue la creación de obras de género, como se las denomina, y espectáculos abiertos a la comunidad no circunscriptos a la Ciudad; la permanencia de Teatro por la Identidad y grupos como Catalinas Sur, que lidera Adhemar Bianchi, aportaron creatividad a una temporada en la que se multiplicaron los reconocimientos a la escena independiente y los centros culturales. Se organizaron festivales, encuentros y congresos con participación de especialistas argentinos y extranjeros, y presentaciones de teatro de títeres para adultos que, como en años anteriores, ingresó a la cartelera con su valioso arte. Se recordó y homenajeó a los creadores de la escena, a veces a través de montajes, como, entre otros, Miel de avispas, que dirigió Tino Tinto (Fernando Arroyo), y Vivo Urdapilleta, de Sofía Guggiari. Y esto sin contar, entre otras reposiciones, La máquina idiota, de Ricardo Bartís; Las 50 nereidas, de Norman Briski; La cuna vacía, de Omar Pacheco, y Asuntos pendientes, de Eduardo “Tato” Pavlovsky.

Si la idea es expresarse con humor y al mismo tiempo referirse a la identidad y la dependencia cultural, La Chinagueña (o El rancho de las mutaciones), de Julio Cardoso, interpretada por Mariela Acosta, colmó ese objetivo. Diferente es la identidad planteada en Flechas del ángel del olvido, obra del valenciano José Sanchís Sinisterra sobre la amnesia que dirigió Ana Alvarado. En conjunción con las migraciones, la identidad es también materia de análisis en la Argentina. De ahí la importancia de La maquila, obra de Valeria Medina, referida a la inmigración indocumentada, el trabajo esclavo, la contaminación, el hacinamiento y otras formas de violencia. La inmigración fue también eje en Adiós todavía, pieza escrita por Iaia Cárdenas, argentina radicada en España, que dirigieron Mariano Stolkiner y Xavo Jiménez. A su vez, el argentino César Brie, actualmente radicado en Italia, presentó cuatro unipersonales escritos, dirigidos e interpretados por él, todos, más allá de sus diferencias, atravesados por el compromiso político. Las desigualdades sociales y las traiciones circularon en la puesta de Andrés Bazzalo sobre Amarillo, de Carlos Somigliana. Y Zona de humo, de Verónica McLoughlin, mostró la difícil convivencia de dos presos en una celda y el vuelco a la complicidad. Iván y los perros, de Hattie Naylor, expuso una historia de supervivencia evocada por un niño, y Discurso de la servidumbre voluntaria, los efectos del servilismo en una adaptación del actor Pablo Alarcón basada en un texto del francés Etienne de la Boétie.

¿Por qué no tomar en sorna los contrapuntos y buscar en un espacio irreal visibilidad a lo que está más allá de la mirada? Terrenal, de Mauricio Kartun, acudió al “mito de los opuestos”, a los anacronismos y ciertas coloridas expresiones y logró un espectáculo original y grato para el espectador y los intérpretes: Claudio Rissi, Claudio Da Passano y Claudio Martínez Bel. En otra línea, lo irrisorio y romántico alcanzaron sentido poético en Almas ardientes, de Santiago Loza, obra que dirigió Alejandro Tantanian y donde, entre bromas, surge una inquietud: cómo es eso de “vivir por vivir” en un tiempo cuyo trasfondo es la represión de diciembre de 2001. Destacable fue la puesta de Cartas de la ausente (“sobre la ilusión del amor”), de Ariel Barchilón, dirigida por Mónica Viñao, y la recuperada Sacco y Vanzetti (Dramaturgia sumaria sobre el caso), de Mauricio Kartun, en un montaje de Mariano Dossena. Otra propuesta fue El cuidador, de Harold Pinter, dirigida por Agustín Alezzo, donde la intrusión de un vagabundo en la destartalada casa que habitan dos hermanos con intereses inconciliables deriva en una pesadilla teñida de humor negro. Imaginar a un muerto lidiando con el palabrerío judicial es ocurrencia del dramaturgo Roberto “Tito” Cossa. Esa fue su apuesta en Final del juicio, obra que dirigió Jorge Graciosi, donde el pícaro es el abogado defensor que interpreta José María López. Graciosi ha sido también el director de Nuestro fin de semana, reposición en homenaje a los 50 años de su estreno.

Bla Bla La película, dirigida por Guillermo Angelelli, cruza diversos lenguajes expresivos con la idea de romper la dualidad cine-teatro. Y Odiseo.com, del dramaturgo chileno Marco Antonio de la Parra, ingresó a otro plano utilizando tecnología digital, articulada en tres ciudades simultáneamente. La intención fue mostrar a un empresario que viaja de un continente a otro y se desgasta mientras pasa por aeropuertos y a otros “no lugares” a los que termina habituándose.

La escenografía operística de El jardín de los cerezos, de Anton Chejov, deslumbró a los espectadores de este estreno en el San Martín, donde Cristina Banegas compuso a una singular Liuba (terrateniente), dirigida por Helena Tritek. Creativa fue la propuesta de Muñeca, versión de Pompeyo Audivert sobre la obra de Armando Discépolo. Allí, Anselmo es el enamorado que estalla y la víctima de un entorno que pretendió dominar. Ojo por ojo, versión libre de Acreedores, de August Strindberg, trajo nuevamente a la dirección al maestro Augusto Fernandes, quien además actuó cuando se produjo el reemplazo del actor Federico Luppi. Fedra/Phaidra, del griego Yannis Ritsos, con dirección de Ana Fouroulis y actuación de Carla Solari y Federico Ponce, incorporó el tema de la eternidad del deseo. Del “contemporáneo” Shakespeare se vio Ricardo III, dirigida por Patricio Orozco y protagonizada por Gabriel Goity, en el Teatro Shakespeare, único teatro isabelino móvil de Latinoamérica, instalado en esta ocasión en el Parque Thays. Otro estreno destacable en actuaciones (con protagonismo de Leonor Manso y Paola Krum) fue El luto le sienta a Electra, de Eugene O’Neill, en adaptación de Patricia Zangaro y puesta de Robert Sturua.

Una historia de olvidos y ausencias atravesó Fantasma de una obra de teatro de 1900, de Luis Cano, dirigida por Laura Yusem, y se estrenaron obras breves de Eduardo Rovner, reunidas en 3 XRovner, por el grupo Altro-Ke, dirigido por Gabriel Fiorito. Patricio López Tobarez dirigió una nueva puesta de Soledad para cuatro, de Ricardo Halac, y se estrenó El chico de la última fila, del español Juan Mayorga, con actuación de Julio Ordano y dirección de Enrique Dacal. Mariana Gióvine sorprendió con una puesta atípica de A propósito del tiempo, de Carlos Gorostiza, basada en técnicas de clown. Gióvine fue también directora de Hay que apagar el fuego, del mismo autor, de quien el actor y director Leopoldo Minotti realizó una versión de El puente, y el actor y director Lizardo Laphitz presentó Los hermanos queridos, subrayando el tema de la incomunicación. Dirigida por Carlos Ianni, Donde el viento hace buñuelos, de Arístides Vargas, rescató rasgos de solidaridad y poesía en los protagonistas de los exilios sudamericanos. La señora Klein, de Nicholas Wright, reapareció a años de su estreno para sumirse en el conflicto de una madre con su hija. Dirigió Eva Halac, autora y directora de otro estreno: Café irlandés (ficción sobre la investigación que reunió a Rodolfo Walsh con Tomás Eloy Martínez). Otros títulos fueron Cita a ciegas, de Mario Diament, con dirección y actuación de Luis Agustoni, quien estrenó su dramaturgia Sueño despierto, una obra de suspenso sobre el mundo teatral. Luis Cano dirigió Rinconete y Cortadillo, libremente inspirada en los personajes de Cervantes, y El topo, con destacada actuación de Luciano Suardi, referida a un personaje convertido en “animal de teatro”. Emilio García Wehbi estrenó 58 indicios sobre el cuerpo, espectáculo concebido y dirigido por él sobre textos de Jean-Luc Nancy, y Rafael Spregelburd presentó Spam, obra que fue estrenada a modo de anticipo en el Festival Internacional de Buenos Aires 2013.

La actriz y directora Gabriela Izcovich estrenó dos espectáculos: La música del azar, versión teatral de la novela de Paul Auster, y Alma teatral (ficción y biografía artística de Izcovich). Otros estrenos fueron La verdad, de Ignacio Apolo y Alejandra Toronchik, y Lo sé todo, del dramaturgo y director Ezequiel Matzkin, una reflexión sobre un sistema educativo perimido y deshumanizado. Suya es también la puesta de Un clavo en el corazón, referida a las experiencias y su inscripción en el cuerpo. Por otro lado, y bajo la dirección de Alejandro Tantanian, Analía Couceyro actuó su propia versión escénica de la novela El rastro, de la mexicana Margo Glantz.

La historia de un pianista que nació en un transatlántico y nunca bajó a tierra fue recreada por Darío Grandinetti en Novecento, de Alessandro Baricco, dirigido por Javier Daulte. Red, de John Logan, rescató al pintor Mark Rothko, que contó con la creatividad del actor Julio Chávez, acompañado por Gerardo Otero y la dirección de Daniel Barone. El crédito, del catalán Jordi Galcerán, reflejó el hostigamiento que padecen quienes solicitan un crédito. Actuaron Jorge Marrale y Jorge Suárez, dirigidos por Daniel Veronese. ¿Quién es el señor Schmitt?, del francés Sébastien Thiéry, dirigida por Javier Daulte, con protagonismo de Gabriel Goity, se refirió a la artificial construcción de otros “yo”. El toque de un poeta, de Eugene O’Neill, mostró a un Lito Cruz en el rol de un ser atado a un pasado célebre. Dirigió el estadounidense Barry Primus. El protocolo médico ante un trasplante de órgano fue tema en El comité de dios, de Mark Saint Germain, que protagonizaron Gustavo Garzón y Alejandra Flechner, en el Teatro Picadero.

Fuente: Página/12

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