Luis Rivera López: Mateo


El grotesco en el siglo XXI

El teatrista puso en escena el clásico de Armando Discépolo, que no ha perdido vigencia. Rivera López dice que en el estilo de vida capitalista “vamos destruyendo todo lo que tenemos alrededor, desde el medio ambiente hasta la capacidad de tener afecto”.

El teléfono celular de Luis Rivera López tiene más memoria que la computadora en la que escribió sus mejores obras teatrales. Y subrayar eso lo desnuda un tanto como Miguel, el protagonista de Mateo, pieza de Armando Discépolo que él versiona y dirige en el teatro El Popular (Chile 2076), los sábados a las 22.30. No porque sea amante del vintage ni detractor fundamentalista de lo nuevo, sino por su postura crítica con respecto a la idea de obsolescencia. Si Rivera López y Miguel basurean al progreso es por lo que el progreso les muestra: hace al menos noventa años –cuando Discépolo escribió éste, su primer grotesco– se viven “épocas de atropelladores”. Para Rivera López es porque en el estilo de vida capitalista “vamos destruyendo todo lo que tenemos alrededor, desde el medio ambiente hasta la capacidad de tener afecto”. En el caso del personaje que recrea Héctor Cesana, la frase es menos metafórica: las ruedas de los automóviles le rozan las pezuñas al caballo de su mateo (carruaje de paseo); le quitan al viejo el trabajo y lo ponen en aprietos domésticos e introspectivos.

Si bien lo ha estudiado mucho, es la primera vez que Rivera López lleva a escena una pieza del autor de Stefano. “Mateo siempre me fascinó. Es una de las obras cumbres del grotesco, que es el estilo que mejor representa al teatro argentino. Aquí está en su punto justo: tiene hondura y conserva la frescura del sainete”, examina en diálogo con Página/12. Y prosigue: “Me interesa hacer espectáculos amables, en los que el espectador tenga un camino transitable a enfrentarse consigo mismo. La risa trasparenta los dramatismos de la vida humana”. No se trata de una versión de teatro de titiriteros, como podría pensarse por ser, el director, un todopoderoso de la gomaespuma, fundador (junto a Sergio Rower) de Libertablas. Aunque se dé el gustito de incorporar una elocuente “escena cinematográfica” con marionetas, estilo teatro guiñol, es una obra con intérpretes de carne, hueso y trayectoria off: además de Cesana, actúan Mónica Felippa, Sebastián Roques, Matías Carnaghi, Roberto Lacroz y Julieta Rivera López, su hija.

–Según Discépolo, el grotesco “es el arte de llegar a lo cómico a través de lo dramático”. ¿Ampliaría la definición desde su mirada?

–Sumaría que también es al revés; es decir, el arte de llegar a lo dramático a través de lo cómico. Porque lo dramático y lo cómico son conceptos que conviven, separados por líneas muy gruesas. El grotesco pierde las sutilezas, los claroscuros se vuelven muy grandes y uno cae de forma muy violenta en lo dramático o en lo cómico. Depende, asimismo, de la percepción del espectador: uno se ríe con lo que al de al lado lo hace lagrimear. Pero la definición de Discépolo es perfecta para el grotesco criollo... porque también hay un grotesco italiano, en el que él se inspiró mucho.

–Se refiere al de Luigi Pirandello.

–En buena medida, el origen del grotesco criollo está en Pirandello, así como el origen de nuestra idiosincrasia se puede encontrar en las calles de Roma.

–Esa administración de lo cómico y lo dramático, ¿es entonces un rasgo identitario?

–Habla de nuestra forma de ser, extrema en muchos sentidos. No somos alemanes ni ingleses para quienes clásicamente la tragedia y la comedia se hallan completamente opuestas. La diferencia se fue diluyendo, en principio con el género intermedio, que es la comedia dramática. Pero aun en ese caso, comedia y drama se distinguen bien. Lo novedoso del grotesco es el intento de utilizar una paleta en la que los colores están muy cerca, casi superpuestos.

–Uno de los dilemas centrales en Mateo es el del honor. ¿Qué impronta toma esa reflexión en la actualidad?

–En la obra es un tema ético que golpea bastante. Más que nunca, el honor es un tema moral. La palabra “honor” suena antigua, pero hablamos de creer en la palabra, de ser coherentes en pensamiento y actitudes. La ética nos acompaña en cada acto de nuestras vidas. Creo que el dilema moral de Miguel es completamente válido: si quiere cumplir con su tarea de padre, tiene que dejar de lado su honestidad, su rectitud. Actualmente, un programa de radio es capaz de hacer una polla acerca de quién fue el asesino de Angeles sin hacerse ningún planteo. No cabe duda de que la sociedad se ha tornado más volátil en ese sentido, pero me gusta ver las continuidades más que las diferencias. Por ejemplo, existe un statu quo de la inmoralidad, aceptado por todo el mundo. Una especie de doble cara.

–Está quien habla de inseguridad y también afirma que “los ladrones de antes eran buenos”.

–Tal cual. Todo tiene difusión y se agranda, pero los dilemas siguen siendo los mismos. Severino, el amigo de Miguel, le dice: “Hay que entrar”. Ahora por todos lados encontrás gente que te dice lo mismo. Y fíjese hasta qué punto Miguel pacta con él, un ladrón, que se hace un planteo de honor: “No puedo abandonarlo, le di mi palabra”. El honor para Miguel es sagrado. Al final, preferirá arruinar su vida antes que vivir una fantochada.

–Otro tema central es el de los cambios...

–Miguel critica el progreso, la aparición de inventos a una velocidad que nunca había visto. Y es cierto, nos llevamos por delante todo. La globalización se lleva por delante las microculturas del mundo. Todo sucede a gran velocidad, pero nuestra capacidad de adaptación va moldeándonos. Todos tenemos nuestro Miguel adentro, una parte conservadora que quiere hacer pie, pero es difícil cuando todo tiene destino de obsolescencia, de basura. Lo obsoleto habla de lo que ya no sirve pero sigue estando. Que tenga que tirar mi computadora vieja no hace que desaparezca. Imagino grandes basurales llenos de monitores que podrían servir, pero ahora “tienen” que ser planos. Claro, la alfombra empieza a abultarse: lo obsoleto está ahí, ausente pero presente, definiéndonos mientras cambiamos el auto. El cambio constante que es nuestra forma de vivir no es un cambio profundo. Una sociedad que se vuelca a una relación de tipo mecánica, no de sangre como la de Miguel con su caballo, no tiene respuesta: las cosas suceden independientemente de que pueda preguntarme por qué. Hay tipos que aman más a su auto que a su esposa, a la que piensan desechar. “Esta mujer no me sirve más, busco otra.” Como si pudiéramos hacer un uso de las personas...

Fuente: Página/12

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