Diego Peretti, Alejandro Awada y Osvaldo Santoro: El placard


“Tenemos mucho para laburar contra la discriminación”

Los actores protagonizan El placard, versión local de la película homónima del francés Francis Veber, que retrata el momento en el que un empleado finge ser gay para conservar su puesto en una empresa de preservativos.

Unos técnicos ajustan la estructura de tres niveles que invade el escenario del teatro Lola Membrives (Corrientes 1280), momentos antes de uno de los últimos ensayos de El placard, que se estrena el próximo miércoles a las 21. Alejandro Awada y Osvaldo Santoro todavía no llegan, y les quedan unos minutos hasta la entrevista con Página/12. El que sí está es Diego Peretti, que termina otra nota y aprovecha el bache para subirse a esa enorme ratonera vertical que trina irascible al roce de unas amoladoras. El actor mueve el brazo como si abriera una puerta, intenta algunos otros movimientos, mide la distancia entre las paredes al compás de su sombra. Parece un ajedrecista sordo midiendo un jaque en plena 9 de Julio.

Al instante, se frota la pera con la mano que no tiene en la cintura y cabecea. Todo parece estar como debería: “Es una planta empresarial, excepto los dos segmentos de más a la derecha, que son departamentos”, especifica desde la perspectiva del público. Tiene, sin embargo, un dejo de inquietud. “Transpiro de sólo pasear el escenario. Cuando esté trabajando, voy a chivar la gota gorda.” Llega Santoro, saluda y se pierde entre el personal de producción. Llega Awada, “mucho gusto”, recibe un elogio por su sobretodo de cuero negro y convoca a sus colegas a ubicarse en las butacas, junto a este diario.

–¿Cómo se ven arriba de tamaña escenografía?

Diego Peretti: –Va a ser un trabajo muy físico, expresivo, expansivo y operístico.

Osvaldo Santoro: –Es lo mismo crear un espacio imaginario en una estructura como ésta o en el aire.

Alejandro Awada: –No nos cambia estar acá o en el medio de una plaza.

Peretti, Santoro y Awada son los protagonistas de esta versión vernácula de la película homónima del francés Francis Veber, guionista también de La jaula de las locas, y autor y director de Los compadres y La cena de los tontos, entre otras comedias exitosas. “Si bien la temática concreta se mantiene, la obra tiene otra dinámica. Tiene mucho brillo, sin dejar de lado el tema de la discriminación. La película, por el contrario, es muy melancólica y un poco oscura”, distingue Santoro. Hace doce años (cuando fue estrenada en cines) y aun ahora (en el teatro), El placard retrata el momento en el que un empleado finge ser gay para conservar su puesto en una empresa de preservativos, desatando una serie de “disturbios y malos entendidos”, según Peretti.

El protagonista de la serie En terapia interpreta ese papel en la adaptación de Fernando Masllorens y Federico González del Pino, dirigida por Lía Jelín. “Francisco Piñón es un personaje que Veber utiliza en La cena de los tontos. Es un tipo apocado, muy tímido, al que nadie le presta atención. Una persona ingenua, con un ‘sentido común’ de la sorpresa”, caracteriza, no sin atizar una primera reflexión de varias que saldrán durante la charla: “A veces nos olvidamos de sorprendernos de las cosas que nos tendrían que sorprender”. Awada pide permiso para meter un bocado de pensamiento: “Piñón es inocente en el mejor de los sentidos. Ser inocente es extraordinario porque permite instalarte en el acá y ahora; observar, escuchar e intercambiar desde lo que existe. No ser inocente tiene que ver con la intelectualidad. Serlo, con el corazón y la conciencia abiertos”.

Santoro hace de Pedro Galván, el vecino homosexual que “le enseña el camino a Piñón para evitar que lo echen del trabajo”, un sendero que ayer nomás conducía, para estar a salvo de las burlas, hacia el mueble de las apariencias insalubres. Los actores coinciden en que la pieza, y sobre todo las experiencias de estos dos personajes, plasman un “cambio de paradigma” con respecto a la visión social de la diversidad sexual. “Antes, revelar la homosexualidad producía el efecto contrario en una empresa: te rajaban”, aclara Peretti. “Galván me encanta, es un personaje exactamente contrario a lo que creo que soy: exultante, fuerte y comprometido con su identidad. Es gay, se jacta de serlo y me parece bárbaro”, celebra Santoro. Jactancioso es también el jefe de personal de la empresa, Federico Bermúdez, rol de Awada. El programa lo describe “homofóbico”. A Bermúdez. Awada lo pinta así: “Es un hombre con el código de macho porteño que se ríe de los demás, característica que desprecio. Un señor muy llano, muy del ‘como-se-debe-ser’ en una sociedad como la nuestra, la argentina, fundamentalmente la porteña”.

–¿Por qué pone el énfasis en la localía?

A. A.: –Este es un guión francés de una película francesa estupenda. Y es una adaptación que respeta el original, pero hecha en la Argentina por adaptadores, directores y actores argentinos. Por eso es una obra bien argentina. La diferencia con la francesa es enorme. Esto viene a propósito de una cuñita que quiero meter: que por favor el espectador no se siente a comparar la obra con la película.

–Al tratarse de un texto de origen francés que toca la problemática social con respecto a la aceptación de la comunidad homosexual, es difícil no evocar las violentas reticencias que prologaron la sanción de la ley de matrimonio igualitario en ese país. ¿Cómo distinguen los contextos francés y argentino respecto del tema y en relación con esta puesta?

A. A.: –La sociedad francesa tiene una derecha recalcitrante.

D. P.: –Acá nos hacemos los franceses y cuando les toca a ellos dicen: “¡Ni en pedo! Nos olvidamos de la revolución, de la libertad, de la imaginación”.

O. S.: –Las leyes de matrimonio igualitario fueron hace muy poquito y generaron reacciones muy fuertes. Habrá espectadores que se sentirán identificados y habrá los que no, pero vamos a hablar desde un material muy vigente.

D. P.: –Objetivamente, ser homosexual, heterosexual, transexual o bisexual tendría que ser todo igual. Culturalmente, estamos lejos. La ley llegó antes que la cultura. La homosexualidad todavía provoca. En ese lugar se mete la obra, sin querer ser transgresora sino actual.

A. A.: –La ley existe, pero como bien dice Dieguito, la cultura viene por detrás. Tenemos mucho que aprender como sociedad para no discriminar, para tratarnos como iguales, para dejar de lado los prejuicios. Nos vendría bien escuchar atentamente las voces, no comprarlas de primera mano y repetir lo que algunas dicen.

O. S.: –El motor de la obra es el rumor. “Aquél es tal cosa.” Eso solo sirve para calificar a una persona y vivir de acuerdo con lo que uno imagina que esa persona es, que es lo que sucede en la sociedad. Lo que ocurre en la obra es una operación política, pero en este caso con un fin bueno.

–El que mencionan también es un tema –siempre– vigente: preguntarse qué es primero, la cultura o la ley.

D. P.: –La cultura suele ir delante, pero en el caso del matrimonio igualitario en la Argentina es al revés. Hay un gobierno que se mueve escuchando, con buenos receptores, y que va adelante, lo cual no está nada mal. Pero si tenés gobiernos más conservas, la cultura empieza a pulsear, a violentarse, hasta que sale. Esa no es manera de progresar. Una manera de progresar es la actual: armónica, sintónica, de un vínculo estrecho entre el poder y la sociedad. Ahí hay oído y solidaridad para tratar de incluir a los marginados.

A. A.: –Hablamos también de la manipulación al servicio de una empresa que toma decisiones para que le cierren bien los números, porque es más importante el producto que las personas. En un ensayo, Dieguito, enojado, gritó: “Así no se manosea a la gente”. Lo que importa es que le vaya bien a la empresa, independientemente de quienes trabajamos en ellas. Eso también es cultural. Y andá a explicárselo a los poderosos.

–Son visiones de mundo en pugna. Con respecto a la homosexualidad, el papa Francisco –curiosamente, tocayo del personaje principal de El placard– dijo hace poco que no es problema ser gay sino hacer lobby...

A. A.: –Que Francisco piense lo que tenga ganas. El problema es hacer de eso algo universal. Que él y sus seguidores amen y deseen lo que quieran, pero no porque no acuerde tengo que ser discriminado. Respeto su pensamiento, que ellos respeten el mío. Más allá, cuando el hombre enuncia que no es un “problema”, ya me hace un poquito de ruido.

D. P.: –Bueno, por un lado hay que empezar, ¿no? Escuchaba el otro día a un militante homosexual que decía “está siendo tolerante y a nosotros la tolerancia...”. Me pregunto: ¿cómo se dice? Porque la Iglesia tiene que tener una postura. Quizás se pueda decir de otra manera, pero viniendo de una institución milenaria como ésa...

O. S.: –Las cosas siempre tienen un principio. Lo que dice Diego se transformó en una discusión en los primeros ensayos. Cuando se establece la relación entre Galván y Piñón, y éste le dice “en mi época me echaron y ahora no te echan”, alguien dijo “es lo mismo que ahora”. Y no, no es lo mismo. Eso cambió, es innegable. No será de la manera en la que todos aspiramos al ciento por ciento, pero es un comienzo. Eso dice Diego: lo del Papa es un comienzo. Habrá que ver si el camino que abre se puede seguir transitando.

D. P.: –Me cae bien Francisco, considerando el conservadurismo de una institución milenaria. Creo en la universidad en la que estudió, que es la Argentina, en donde hay que sacarse el sombrero con respecto a las políticas de derechos humanos. Francisco salió de ahí con alguna que otra mueca, pero indemne. Y está demostrando algo de movimiento. No es Ratzinger. Es la misma época, pero no es él. Por un lado, me digo: “Para estar ahí...”. Pero, por otro, pienso que tiene buena base, la mejor que se puede tener hoy en la Iglesia Católica. Y no por ser argentino, no me sale el “¡vamos Panchito!”.

A. A.: –Estamos hablando de una institución y entiendo que lo mejor que puede tener ahora es a Francisco. Pero quiero volver al tema de la discriminación: ¿cómo hacemos para salir de ella? Tenemos mucho para laburar. Ojalá nosotros podamos aportar un pequeño granito de arena en ese sentido.

–¿“Nosotros” los actores? ¿Asumen esta obra y su profesión en general con esa responsabilidad?

D. P.: –El sistema nos toma a los actores como modelo o parodia de la realidad. Creo que hay que correrse de ahí. Es muy difícil, porque estamos mediáticamente atravesados y enseguida nos crean un personaje que en general no somos. Tendríamos que corrernos y trabajar en base a lo que queremos hacer, cada uno según el sentimiento que tenga ganas de desarrollar. Es algo personal. La postura del actor militante también es válida, la respeto. Pero en mi caso, cuanto menos tengo que hablar de energía atómica, de la salud de nuestros hijos y de los medios informativos, mejor. ¡Pareciera que tenemos que ser Espasa-Calpes caminantes! El actor es más bien una persona que anda en la vida dudando de todo, hasta de sí mismo; que agarra un texto, lo trata de excavar y se atribula tratando de encontrar el conflicto. Y bueno, se acercan micrófonos, decimos cosas. Pero cada zapatero a su zapato. Si en el país los violines los tocaran los violinistas...

O. S.: –Me pasan varias cosas. Primero, el actor es una especie de niño que por estar cincuenta centímetros arriba de la cabeza del público siente la responsabilidad de decir cosas importantes para esa gente que gasta dos horas de su vida en verlo. En cuanto a la elección de las obras, es difícil. Sería mentiroso decir, como dijo alguna vez un actor argentino, que “sólo hago obras nacionales”. Cuando se le acabaron las nacionales, empezó a hacer las extranjeras. Coincido con lo que dice Diego. Yo soy segundo candidato a concejal del Frente para la Victoria en Tres de Febrero. La política y la actuación son cosas distintas. No uso el escenario para hacer política. Y no me serviría porque me encuadraría, me haría rígido, no me permitiría ser permeable a lo que sensorialmente tengo que recibir.

A. A.: –Estoy de acuerdo con lo dicho por mis compañeros. Tengo ganas de aprender a hablar de mi trabajo, de profundizar, lo cual te da la chance de alcanzar lo universal. Lo cierto es que también tengo el deseo de que alguno en la platea diga “¡ah!”, que ayude un poquito. No tengo la intención, sería un imbécil; pero si ocurre me hace muy bien.

Otra situación que le hace muy bien a Awada es trabajar con Peretti y Santoro. “Estoy muy feliz con ellos”, sonríe. Es la primera vez que los cruza en un proyecto. Peretti y Santoro tienen un par de ítem compartidos en sus currículos: entre los ’90 y comienzos del segundo milenio, actuaron juntos en las series televisivas Poliladron (también en su versión teatral) y Campeones de la vida, ambas producciones de Pol-ka emitidas por El Trece. Las coincidencias del pasado entre los tres son escasas frente a sus extensos pergaminos de experiencia y reconocimiento en TV y teatro.

–La expresión “salir del placard” se usa para referirse a las personas que de manera voluntaria declaran su homosexualidad, pero podría hacerse un parangón con otras situaciones. ¿Alguna vez se sintieron saliendo de un placard? ¿Les ocurrió al elegir su profesión?

D. P.: –De eso se trata la obra. Una mirada más metafórica de esa expresión habla de ser uno mismo sin esconder nada, mientras no haga mal a nadie; de no sentir vergüenza por ser diferente a la mass media; de luchar con las armas que uno tiene. No viví como hecho traumático volverme actor, no tuve presión social, pero internamente hay algo de eso. Es cierto que cuando era joven, culturalmente las opciones eran medicina, ingeniería, arquitectura y alguna más. Pero, gracias a Dios, seguí mi proceso de búsqueda interna, porque podría haberme adormecido. Finalmente me dije “es esto”. Con el ojete de que además soy medianamente efectivo en lo que hago.

A. A.: –Hay que empezar a abrir los armarios para vivir en una sociedad infinitamente más diversificada. La media es lo que determina lo que uno debe ser y, curiosamente, eso es el no ser. En mi caso, construí corazas por siglos hasta que encontré la llave. No fue sencillo, por estructuras propias: muchas trabas, mucho anudamiento, poca capacidad para conectar con un deseo verdadero. Pero la presión era más interna que externa. Al final, abrí la puertita y salí tímidamente. Sobre el “ojete” del que habla Dieguito, quiero decir que el encuentro con la pasión hace que uno sea medianamente bueno. Si no amás lo que hacés, es jodido serlo.

O. S.: –Definirse como actor tiene que ver con una salida del closet, puedo verlo, pero en mi caso no tuve problemas. Ingresé al conservatorio bastante grande, con veinte años, así que ya tenía decisión propia.

–El placard es una comedia. ¿Es una presión tener que hacer reír?

O. S.: –Es central no proponérselo. Las que hacen reír son las situaciones. He estado en obras en las que el actor puteaba a la audiencia porque no se reía nadie. Es lo peor que nos puede pasar. Si nadie se ríe un día, es porque vino gente que no tenía ganas. Si no se ríe nunca, sos un fracaso como actor. Pero si la comedia está bien escrita, como en este caso, uno se atiene al guión.

Fuente: Página/12

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