Norman Briski: El barro se subleva



“Es falso creer que nosotros somos revolucionarios sólo por ser artistas”

La señora que, sentada unas mesas más allá de La Tienda del Café, a pasos del Parque Lezama, lo mira fijo y sonriendo sin animarse a pedirle un autógrafo debe ver la misma cara que la maravilló en La fiaca, allá por 1968. No tiene idea de que ese mismo hombre (con la misma cara, esplendor de la gestualidad, de 45 años atrás) está diciendo, ahora, en la tarde de Barracas, mientras revuelve el café, que “nadie se mete en la molecularidad de la violencia; como si toda la violencia fuese mala: algo de esto dijo Estela Carlotto el otro día cuando habló de la violencia sanmartiniana. Y, al mismo tiempo, una idea muy arbitraria de lo irracional, como si todo lo irracional fuese negativo o violento de por sí”. Es indudable: la señora ve a aquel Norman Briski que repetía “al laburo no voy, al laburo no voy” mientras se tapaba hasta la pera con la sábana dejando los ojos al descubierto, estos mismos ojos que remarcan cada palabra de lo que dice y que, por suerte para su sonrisa, la señora no escucha. Este Norman Briski acaba de reestrenar El barro se subleva. Una obra que, como él mismo dice, es “la historia de un hombre que genéticamente nació para creer que el mundo debería ser distinto y que con su trayectoria como intelectual se da cuenta que no es suficiente, que nada es suficiente, ni siquiera la violencia”. Una obra de la que la crítica dijo: “Un trabajo extraño, alocado, en el que un solo hombre es todos los hombres, en donde a una escena con un perro de plástico que se muere le sigue otra en la que un reno navideño vende postales del fin del mundo con las caras de Marx y Engels”.
–Usted dice que El barro se subleva tiene la intención de contar una historia de aquellos que piensan que puede haber un cambio social revolucionario...
–Sí, bueno, a veces descubro la intención de las cosas que hago unos cuantos años después.
–¿Eso también tiene que ver con la irracionalidad?
–Las cosas más interesantes de la vida tiene que ver con la irracionalidad: el amor, el afecto, las emociones. Allí aparece lo más profundo de las personas. El barro se subleva es una persona que estuvo siempre cerca de la ciencia, de la razón, y de pronto está agotado de que ésta sea su manera de ver la vida. Y busca una manera irracional de acercarse a la realidad, ya que cree que allí hay mucha más autenticidad. Es un ejercicio para la Argentina, para Latinoamérica, que siempre halló cosas más afuera de la racional que el viejo continente, que es mucho más guerrero que el nuestro. Europa es una fábrica de guerras, su historia es la historia de la guerra. Y nosotros no, en nosotros hay una idea mucho más aproximada a la naturaleza, a la búsqueda poética y que, cuando uno está ahí, el hecho de la justicia, de lo ecuánime está más cerca.
–Hablando de eso, tuvo un notorio acercamiento a los beatniks. ¿Cuál fue la importancia del rebote de ese movimiento en América latina?
–Tuve la suerte de estar en los Estados Unidos en los años ’60: ese movimiento tuvo que ver con la música, con la poesía, con el arte, pero asimismo con el desarrollo de la sociedad. Y fue muy importante comprender esa manera hermanada de decir no. Una manera muy alejada de las características de la violencia. Aquí teníamos a Martí primero, a Fernández Retamar después: tipos que tuvieron muy claro que la fuerza está en la justicia. En las ciudades, muy influidas por el consumo, con sociedades muy entretenidas con el consumo, aparece una carrera muy violenta contra el trabajo de los hombres. Y como el hombre es tan lábil, se entrega a eso y pierde la preciosa idea de ser libre.
–Sin embargo, esa idea de la libertad fue rápidamente cooptada por el sistema y devuelta a la sociedad en forma de aviso publicitario que debía ser comprado luego de hacerle perder su significado.
–Eso es inevitable. La velocidad que tiene el poder no la tenemos nosotros. El poder es veloz, por eso es poder. Y captura esa forma de liberarse y las vuelve consumo. Evitar eso mientras no se tenga el poder es imposible.
–Ante esa velocidad, ¿es alcanzable el poder? 
–Esa es la clave. El poder es alcanzable si uno plantea revolucionar ese poder.
–Pero eso incluye una enorme diferencia: tomar el poder o construir un nuevo poder.
–Esos son los caminos, más cortos o más largos, más o menos dolorosos: la forma insurreccional, la forma armada, la forma combinada de todos esos elementos. Pero no se trata de digerir la revolución, devolverla masticada. La revolución debe ser un cambio de estructuras, una discontinuidad de determinado proceso histórico, un cambio de paradigmas total. Digerir, al contrario, es consumir.
–Dicho esto: ¿puede haber una revolución teatral sin revolución total?
–El teatro, como toda arte, forma parte de la totalidad. No se puede creer que los artistas hagan solos la revolución. El arte puede ser, como cualquier otro ámbito, revolucionario, pero también retrógrado. Hay una falsa creencia de que el artista es revolucionario por el mero hecho de ser artista. El arte también está en el Vaticano, el arte es moneda, y desde ese punto de vista no creo que busque un cambio de estructura total. Claro que hay excepciones: ahí tenemos a Samuel Beckett, un tipo que se plantó y dijo “miren lo que es este universo”. Beckett es el hijo de la bomba atómica, explotó todo lo que significa estructura dramática. No en vano viene de Irlanda, con toda la conflictividad con el imperio inglés.
–¿Se considera, junto a Eduardo Pavlovsky, un continuador del teatro de Beckett?
–Todos somos hijos de Beckett. Allí está la grandeza de ese genio. Pavlovsky es muy cercano, pero tiene alegría en el residuo, Beckett no. En mi caso, a veces pienso que soy hijo de algo tan difícil de explicar como el surrealismo español. Pero claro que admiro a Beckett y a Pavlovsky. Me gustan las cosas que hago, y me sorprende que haya gente a la que le guste lo que hago. Soy eso, un autor sorprendido. No escribo para nadie, no tengo en la cabeza si va a ir o no va a ir la gente a ver una obra mía. Después, inconscientemente, me encanta la sala llena. Es una necesidad casi, pero no tengo esa especulación a priori. Por eso formé una escuela, que es rentable y con la que se puede sostener esa experiencia de enseñar: no quiero jugar a ganar o perder.
–¿Cómo es eso?
–Si perdiéramos, estoy jodiendo a alguien. Si ganáramos, también estaría jodiendo a alguien. Si no perdemos ni ganamos estamos jugando, es una invitación, una cooperativa donde todos tenemos los mismos puntajes.
–¿Qué es lo que no se puede enseñar en teatro?
–En la escuela lo único que no se puede enseñar es la experiencia, que es determinante en algunos oficios. Hay laburos en los que traer una experiencia no es tan fuerte, pero en teatro ocurre lo mismo que en la aviación. Si uno piensa tomar un vuelo, pregunta cuántas horas voladas lleva el piloto. En teatro, preguntás cuántas horas tiene el actor arriba de un escenario. Cuando evalúo a un estudiante, lo hago en cuanto a la cantidad de horas/escena. Si tiene un promedio de ocho improvisaciones al año, lo miro con cariño, más allá de que tartamudee al decir la letra. En teatro cuenta la experiencia. Claro que la técnica para aprovechar esa experiencia es saludable. La experiencia es una propuesta de juego, es una base ética, valores, principios que hacen que uno trabaje de determinada manera y no de otra.
–¿Cuál es esa manera?
–El valor del grupo: la idea de que el teatro es un grupo, no un individuo. La otredad es un valor para poder jugar y asumir experiencia. Esos valores social-históricos imperan sobre los maestros, los guías. Algunos podrán pensar que el teatro es un desarrollo individual, otros que sin autor no hay teatro. Yo me quedo con la cosa grupal.
–¿Qué es el teatro para usted? 
–El teatro como representación es la base de la religión, del truco: el teatro griego. Recuperar el teatro del juego, del teatro sensual, del teatro de la borrachera es una tarea a llevar adelante, aunque haya innumerable cantidad de cosas que traten de reprimirlo.
–Usted hizo cine, teatro, televisión, las distintas geografías de ese juego que es la actuación, ¿en todas se puede desarrollar ese mismo juego?
–No, para nada. Solamente en teatro. La actuación teatral es insurreccional, trata de romper todos los cánones. En teatro se atrapan todas las formas de dar a conocer esa rebeldía contra toda forma de opresión. Pero no se trata de suponer que el trauma es necesario para crear. El caballo de Napoleón fue a todas las batallas con su jinete, pero ni se les ocurra preguntarle algo de táctica o estrategia militar. Además, hay otra cosa: la ocurrencia de que uno es absolutamente necesario. Fijémonos en la televisión actual: hay un canal que pone a Los Simpson las 24 horas del día. Los Simpson son la denuncia más brutal de la sociedad norteamericana. Ahora bien: ¿cambiaron los yanquis su modo de ser por Los Simpson? No. ¿Cambiamos nosotros nuestra percepción sobre los norteamericanos por ver a Los Simpson? No. Hay que ser muy boludo como para creer que lo que está haciendo uno sirve para algo.
–¿Entonces?
–Hay que hacerlo igual, pase lo que pase. Ya lo decía George Gershwin en Porgy and Bess: “Estoy lleno de nada, pero esa nada es mucho para mí”. Eso es Beckett, claro. Y eso es lo que intento. No se trata de denunciar, se trata de llevar adelante un juego. Si un artista tiene eso claro, no cambiará al mundo, pero se divertirá enormemente tratando de hacerlo.

Fuente: Miradas al Sur

El barro se subleva

La obra, escrita y dirigida por Norman Briski, y protagonizada por el actor Eduardo Misch, se representa todos los sábados a las 21 en el teatro Calibán (México 1428, Planta Baja “5”, de la Ciudad de Buenos Aires), con entrada a $ 50.

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