Final de partida



La potencia de un gran clásico

Se ha dicho -con justa razón- que las obras de Beckett hay que ejecutarlas. Es decir, cumplir con minuciosidad las didascalias, las acotaciones que marca el autor, a quien tanto le importaban que en una ocasión se enojó con un director francés que había introducido colores vivos en Final de partida, acaso la más grande entre sus grandes obras de teatro. Y la puesta que se estrenó esta semana cumple al pie de la letra: allí están las dos ventanitas altas, los dos tachos de basura a la izquierda de la platea, las paredes sucias y, bajo la luz crepuscular, el viejo Hamm en un sillón con rueditas, de bata y pantuflas, un trapo ensangrentado sobre la cara.

Aunque se haya asistido a otras representaciones de Final. -incluso a la que protagonizó Alfredo Alcón hace más de 20 años-, esa primera imagen que recibe el público al ingresar en la sala es conmocionante. Sólo un detalle inesperado, pero que no traiciona las indicaciones del dramaturgo: el escenario de la sala Casacuberta, casi siempre curvo, ha tomado la forma de un ángulo recto que apunta hacia el público. Un formato bien apropiado para escenificar esta pieza que, según Roger Blin, el director y actor que la estrenó en 1957, Beckett veía en su construcción como un cuadro de Mondrian, con sus compartimentos netos, una geometría musical.

Si el diseño escenográfico, las luces, el vestuario realizan, en líneas generales, con grandes aciertos los pedidos del autor, hay que decir que la dirección y las actuaciones potencian este clásico, lo profundizan, abren posibilidades de nuevas lecturas. Porque aunque ya se ha relacionado esta pieza con Hamlet, Rey Lear, Ricardo III, La divina comedia -entre otras literaturas revisadas y condensadas por Beckett-, la verdad es que Final. es como una mina inagotable donde siempre se puede seguir excavando, y donde más allá de las referencias citadas, cada espectador, cada espectadora, puede hacer su propia interpretación personal, escuchar lo que la obra le dice. Ciertamente, Alcón -por fortuna lejos de sus últimos experimentos comerciales-, enamorado confeso de este texto desde que lo conoció, demuestra que la pasión y la reflexión aliadas a lo más noble del oficio, pueden dar frutos deslumbrantes.

En un espacio claustrofóbico y sórdido se desarrolla una suerte de partida de ajedrez entre Hamm paralítico y ciego en su sillón, y Clov, su hijo adoptivo convertido en sirviente. Ellos juegan -marcan puntos, pausas- y a la vez son las piezas de esa partida: Hamm es un rey ya emboscado cuando comienza la representación, Clov es el peón que finalmente se le retoba. Aunque su gesto carezca de motivación u objetivo en una obra que remite al sinsentido de la vida, cuya inacción -tiempo suspendido, repetición, inmovilidad- parece transcurrir en un mundo asolado por la violencia entre los humanos, la destrucción de la naturaleza.

En los tachos de basura viven los padres de Hamm, quienes perdieron sus piernas en un accidente (adorable -dicho sea sin ironía- la pareja que hacen Graciela Araujo y Roberto Castro), y cada tanto se asoman como esas marionetas que salen de un cucurucho y se manejan con un palito. La gran partida como actores la juegan Alcón y Joaquín Furriel: el primero con toda su sabiduría, su humor negrísimo y su magnífica riqueza de matices; el segundo, admirable en otra tonalidad, la voz neutra, el cuerpo encogido y desmañado, la mirada en otra parte.

Fuente: La Nación

Sala: Casacuberta del Teatro San Martín, Corrientes 1530/ Funciones: miércoles a sábados, a las 21; domingos, a las 20

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