Alfredo Alcón, Graciela Araujo, Roberto Castro y Joaquín Furriel: Final de partida


“Este es un clásico contemporáneo”

El director y los actores destacan la especial “respiración” que el autor irlandés da a sus personajes, que no pueden nunca ser explicados sino a través de sus acciones en escena. La puesta se verá desde el 21 en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín.

¿Es juego, exorcismo escénico o invención de ausencias? Final de partida, del irlandés Samuel Beckett –o Fin de partie o Endgame, por nombrar títulos en los idiomas en que este autor escribió–, refiere al juego de ajedrez y a infinidad de otras interpretaciones hechas por estudiosos, críticos y espectadores atentos. Sobre esta pieza del dramaturgo nacido en Dublín y fallecido en París, admirado creador de ensayos, cuentos y novelas, dialogan Alfredo Alcón (intérprete de Hamm, personaje ciego y paralítico); Graciela Araujo (Nell, la madre); Roberto Castro (Nagg, el padre) y Joaquín Furriel, en el papel de Clov, el joven que asiste a Hamm y padece su autoritarismo. La obra –que ocupará el escenario de la Sala Casacuberta del Teatro San Martín a partir del jueves 21– lleva traducción del director e investigador Francisco Javier, tomada del francés, idioma en el que fue escrita originalmente por Beckett y estrenada primero en Londres (en 1957) por el actor y director francés Roger Blin.

En esta entrevista con Página/12, la actriz y los actores evitan “explicar” a sus personajes. Beckett sugiere y no explica, y ellos se atienen a la palabra del autor. Alcón, también director de esta puesta, dice elaborar su trabajo en base al texto, las pausas y los silencios. “La respiración y los colores que transmiten las frases nos van llevando a un estado distinto cada día”, sostiene. “Envidio a la gente que puede decir este personaje es de tal manera, o que la obra quiere expresar algo determinado. Si no explico es porque no sé hacerlo y porque necesito oír al otro y no a mi persona.”

–¿Dice oír como paso previo a un descubrimiento?

Alfredo Alcón: –Aun cuando uno está desganado –porque algo lo afecta profundamente–, un gran autor abre puertas que uno ni siquiera imagina. A mí, ese oír y escuchar al otro me hace sentir libre. En cuanto a explicar, Beckett mismo pide que no se interprete, porque en Final... se está jugando.

–¿Es otra su actitud cuando dirige?

A. A.: –No, porque uno organiza, pero la fuente sigue siendo el texto. No desconozco el libreto ni vengo al teatro a poner una obra mía sino la de un autor que ha dirigido y nos legó acotaciones que funcionan como una partitura: marca un silencio, que puede ser breve o largo, y de pronto coloca cinco o seis frases juntas y después otro silencio... Esto va creando un estado y un ritmo que Beckett regala, y que yo, como director, recibo. Digo ritmo y también respiración, porque ésta cambia el estado de ánimo y la manera en que nos expresamos. Como decía la actriz Berta Singerman, la respiración es fundamental al decir un texto o un poema, sobre todo si proviene de una traducción. Ella enseñó que al leer un poema no se necesita poner voz de recitador sino respetar la puntuación: “Tengo miedo a perder la maravilla / de tus ojos de estatua y el acento / que de noche me pone en la mejilla / la solitaria rosa de tu aliento...”. Si se respeta esa “música” que nos regala el poeta, que en este caso es Federico García Lorca (y su Soneto de la dulce queja), uno se coloca sin ningún esfuerzo en el estado de ánimo del autor. Estas son verdades de campesino. No hay que ser intelectual para reconocerlas. Siguiéndolas, el texto se convierte en la sal del juego escénico.

–Sin pretender una explicación, ¿cómo es componer a Clov, el joven personaje que sirve a Hamm?

Joaquín Furriel: –Por un lado, ingresar a la atmósfera que propone el autor. Final... me hizo pensar bastante en cómo trabajar y ponerme al servicio de escenas donde lo que ocurre es “a crear”, porque no se sabe en qué lugar transcurre, ni se tiene idea del paso del tiempo. En un contexto como ése, los personajes sólo se tienen a sí mismos. Para mí, el desa-fío fue tratar de limpiar, de sacarme un montón de expresiones. Vengo de proyectos donde la expresión era muy necesaria. Es el caso de La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca, en la propuesta de Calixto Bieito; y el de Lluvia constante, un texto contemporáneo. Como dice Alfredo, también yo tengo que encontrar la respiración de Clov y, cuando creo que la consigo, me da mucho placer. Para mí, ésta es una zona que desconocía. Tampoco yo puedo decir cómo es Clov; siento que estoy al servicio del texto y de la atmósfera que vamos creando.

–¿La variedad de opiniones surge de esa indefinición de tiempo y espacio?

A. A.: –Cuando estrenamos Final... en Andamio 90, la sala de Alejandra Boero, venían políticos que creían ver en el personaje de Hamm a Estados Unidos y en el de Clov, a los pueblos de América latina. Otros comparaban la relación de esos dos personajes con la lucha de una pareja que quiere separarse y no puede hacerlo. Como en todo, cada cual ve algo diferente, porque es sólo uno el que ve, acumula experiencias y elabora su argumento.

–Disparatado en esos dos casos, pero valederos.

A. A.: –¡Y cómo no, por supuesto!

J. F.: –Cuanto menos se encierra uno en la propia opinión, deja lugar a que otro pueda depositar en ese espacio la suya. Esto no ocurre hoy. Vivimos en una realidad que nos entretiene y en la que cada expresión parece definitiva. Una situación diferente a la que plantea Beckett en su obra, donde no es posible hacer pie.

–Y donde es evidente la dependencia entre los personajes. ¿Será por aquello de que uno existe en la medida en que es percibido por el otro?

A. A.: –Hay una fuerte dependencia y también un amor que a veces se manifiesta y otras se esconde. Clov no puede abandonar ese espacio porque, a su manera, necesita y quiere a Hamm.

–¿El personaje que no admite que su tiempo acabó?

A. A.: –No acepta la derrota, pero la propone. Cuando Clov decide irse, Hamm dice que es mejor. Quiere que esa situación termine, pero vacila en poner un punto final. Le tiene miedo a la soledad, piensa en el daño que hizo a Clov y en el afecto que no le dio.

–¿Es el temor a “dejar de ser” por encontrarse solo?

A. A.: –Claro, a “estar”, pero sin alguien que lo mire.

Roberto Castro: –Al menos en lo anecdótico, las tres generaciones que aparecen en la obra tienen ese mismo problema: Hamm, sus padres y Clov.

A. A.: –Creo que hoy se entiende en profundidad la imagen de la soledad, sobre todo la de los padres que en la obra no pueden salir de los tachos de basura. La gente grande no lo pasa bien, y no lo digo especialmente por la Argentina. No está bien en el mundo. En general, se los trata como si estuvieran de más.

–¿Influyó en la obra la época en que fue escrita y la experiencia de Beckett como voluntario de la Cruz Roja de Irlanda, durante la Segunda Guerra?

R. C.: –Beckett toma la imagen de la posguerra, pero la grandeza de Final... ha logrado que, pasado el tiempo, adquiera otra reverberación y otras repercusiones. Ya nadie, creo, la toma como una obra de posguerra. Es un clásico contemporáneo, y despierta inquietudes y angustias semejantes a las de esta época. Ni Beckett ni sus personajes mencionan la angustia, sin embargo la situación es angustiante y el público tendrá que elaborar lo que se dice como si fuera parte del juego, que lo es, como también es teatro en estado puro.

–Que sorprende a través de sus personajes. Nell, por ejemplo, la madre arrumbada en el tacho de basura, cuando dice que nada es tan divertido como la desgracia...

Graciela Araujo: –Su frase es: “No hay nada más gracioso que la desgracia”. La desgracia ajena, por supuesto. Nell imagina un mundo aparte del que vemos en la escena. Yo no podría definirla. Ella será lo que descubran los espectadores. Final... tiene un humor poético muy especial, muy irónico, como el de la escena de amor que la mujer imagina y propone a Nagg. En sus palabras no aparece la tristeza. Ella y Nagg hablan de sus piernas, que no las tienen, y ríen. Nell se muestra coqueta y hasta sensual, y pelea como lo hace cualquier pareja en una situación normal y cotidiana.

–¿Una pelea que los revitaliza?

R. C.: –Así parece, porque mi personaje, Nagg, el padre, que perdió las piernas en el mismo accidente de su mujer, se entretiene masticando un bizcocho, como si eso fuera un acto de resistencia. Esto no quiere decir que sean dos viejitos encantadores. Ellos son muy jodidos, muy turros, y hasta siniestros. Pero a propósito de todo eso que dicen es que nos preguntamos quiénes son. Porque, es cierto, son siniestros, pero a la vez forman una pareja indisoluble que todavía se ama, que recuerda y nos asombra con frases inesperadas. Pero eso que tienen de siniestro no es sólo de ellos. Es un elemento que se repite en las otras generaciones.

J. F.:
–Y está en el lugar, en el espacio gris que comparten, en el tiempo paralizado...

–¿Les extraña que no haya culpables ni inocentes?

A. A.: –Beckett no califica; aunque el “más malo” sería Hamm, quien a su vez tiene actitudes de piedad infinita hacia Clov, que en algún momento dice que si tuviera coraje lo mataría. Sin embargo, cuando éste se está yendo y Hamm le da las gracias, Clov responde que el agradecido es él.

G. A.: –Con Nagg y Nell es diferente. Su intención es tirarlos al mar, y se lo pide a Clov. Los trata de porquería.

R. C.: –Decimos que nos asombra el texto y también el mecanismo de la obra. Como en otra gran creación de Beckett, Esperando a Godot, el mecanismo escénico es simple y al mismo tiempo complejo. Clov no se puede ir, eso es lo que expresa con su inmovilidad, y uno se pregunta por qué, y se queda con la pregunta porque Beckett no marca la anécdota. Nos deja sin poder hacer pie en una peripecia y sin saber qué pasará...

–¿No existe entonces un final de partida?

R. C.: –El final es un intento... Cada uno pondrá ahí lo que quiera. A veces se califica a Beckett de autor ambiguo, cuando no lo es. Clov se detiene ante la salida en una acción que es contundente, y despierta una angustia que no es necesario explicar porque hacerlo arruina la obra, la achica. Pasa también cuando se quiere identificar a Godot con Dios.

J. F.: –No olvidemos que el público es el quinto personaje esencial de la obra, y es el público el que va a hacer su propia “jugada”.

A. A.: –Tengo el recuerdo, y no quiero dejar de mencionarlo, del gran trabajo –que ahora hace estupendamente Graciela– de la actriz Márgara Alonso, cuando estrenamos Final de partida en el Teatro Andamio 90. Ella era Nell en la puesta que inauguró la última sala fundada por la actriz, directora y maestra Alejandra Boero.

Los detalles de la obra

Fuente: Página/12

Comentarios

Entradas populares de este blog

Andrea Gilmour

Susana Torres Molina: Estática

Chamé Buendia: Last Call-última llamada