Rodolfo Walsh, La granada y La batalla



Una absurda violencia

Las dos únicas piezas teatrales de Rodolfo Walsh son poco conocidas pero claves para entender su universo.

El mundo no recuerda a Rodolfo Walsh por su teatro. Sus dos obras se pierden entre el aluvión de estéticas que florecieron en la renovación teatral de los años sesenta, en las que brillaron autores como Griselda Gambaro, Ricardo Halac, Roberto Cossa, Ricardo Talesnik y Eduardo Pavlosky, entre otros.

Y si bien tanto La granada como La batalla no irrumpieron con la fuerza de su labor literaria o periodística como Operación Masacre o Quién mató a Rosendo, ambas piezas resultan fundamentales para entender su universo.

Escritas en 1965, las dos obras se destacan como sátiras de un militarismo que todavía estaba por escribir muchas de sus páginas más oscuras.

La granada es una farsa sobre el infortunio de un soldado que logra detener la explosión de una granada pero que, al hacerlo, queda condenado a no poder soltar el dispositivo hasta que sus superiores decidan qué hacer con él. Su suerte, entonces, queda en manos de la justicia militar que tiene que decidir si su accionar fue el de un héroe o el de un traidor. Se trata de una pieza breve, mordaz, que no sólo parodia la inteligencia castrense y las divisiones que había dentro del cuerpo militar de la época entre azules y colorados, sino que hasta podría considerarse como una alegoría del pensamiento del momento: ¿un hombre que previene una explosión, obra a favor o en contra de los intereses de la sociedad?

La batalla, en cambio, narra el devenir de un dictador al frente de un país que vive en una paz artificial. El absurdo se plantea a partir del deseo irrefrenable del tirano de tener una guerra. Su obsesiva necesidad de encontrar una oposición digna, dispuesta a pelear hasta las últimas consecuencias, ridiculiza la megalomanía de quienes se disputan el poder y expone un decadente cuadro de tensiones entre militares, revolucionarios de izquierda y políticos dispuestos a lidear con un gobierno impuesto a la fuerza. Sorprende cómo, a pesar de que los sujetos tratados claramente pertenecen a otra época, el trasfondo sigue resonando hoy con un eco inquietante.

El teatro de Walsh está cargado de una gruesa ironía; crítico y comprometido con la actualidad que le tocó vivir. Es un fiel exponente del legado de un hombre que buscó incansablemente forzar a la sociedad en la que vivía a mirarse a la cara. Sin dudas, una rareza para los tiempos que corren.

Fuente: Revista Ñ

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