Rufianes

Musical que no le teme a la parodia

Toda aparición de un musical vernáculo es motivo de celebración. Cuando ese musical es, además, resultado de un trabajo cooperativo, de una escritura que puede articular tramas narrativas sin descuidar la belleza de la palabra, de un enorme grupo de artistas talentosos en todos los rubros puestos en juego, la celebración es definitivamente plena.

El Galpón de Guevara es amplio y es uno de esos lugares que se imponen por sus rasgos estructurales, las escenografías se acomodarán en el espacio escénico sin desbordarlo pero logrando un modo de ocupación que se abre y se cierra según las circunstancias. Porque las circunstancias serán múltiples y estarán cuidadosamente entrelazadas. Es notable cómo resuelven de manera sintética los espacios ficcionales, un indicio en ocasiones alcanza para señalar el sitio construido; en otros casos, los propios protagonistas arman y desarman, coreográficamente, la escenografía para las escenas que lo requieren. La iluminación construye tanto como los objetos, los recortes o las extensiones espaciales.

Rosario en los años 30

El relato se ambienta en los años 30 en la ciudad de Rosario, el núcleo central será un prostíbulo regenteado por una serie de rufianes. Pero (siempre hay un "pero" para que haya historia) el conflicto aparece cuando el universo naturalizado de los mencionados se enfrenta a la perspectiva inocente del hermano de uno de ellos, recién llegado de Italia.

Si bien el género marco es el musical, se propone una interesante mixtura: tiene lugar el melodrama, pero la parodia también dice presente. Encontrar un lenguaje paródico tematizando cuestiones tan duras es un verdadero hallazgo que amalgama dramaturgia y actuación. Si recordamos que el prostíbulo es un lugar privilegiado de la acción se entenderá por qué implica una ruptura del verosímil. Se animan a provocar de manera atípica, como en el momento en que Florencia Benítez "recibe" a sus clientes cantando y en este gesto que, evidentemente, éstos no registran se plantea un acto de enorme distancia y frialdad. Trastruecan los lugares de poder, sorprenden, rompen las expectativas.

La dirección de Marcos Rauch logra llevar a un lugar profundamente interesante la talentosa dramaturgia de Marcelo Camaño. Todos los actores incluidos en sus distintos roles aportan su talento en escena, algunos descuellan: Florencia Benítez que con su Rosa construye la esperanza a pesar de todo, Talo Silveyra dominando fluidamente las transiciones, Leo Trento que hace un malvado inolvidable.

Vestuario, composición musical y letras, coreografías, en fin, todo el conjunto se convierte en una suma incesante de razones para no perderse esta propuesta, con una identidad muy poderosa y que retrata la corrupción como si fuera cosa de todos los días. Y con un gesto de esperanza, lo que sin duda, viene muy bien.

Fuente: La Nación

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