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La soledad que no cesa

Un planteo místico propone Víctor Winer en esta obra donde lo netamente humano se une con lo religioso a partir de un hombre, setentón, encargado de preparar los sistemas eléctricos para iluminar toda una iconografía de vírgenes y Cristo para las iglesias.


Al mismo tiempo, el peso de la soledad lo acerca cada vez a la bebida. Además, siente que todo su esfuerzo es en vano si no encuentra la posibilidad de transmitir su arte a alguien, a cualquiera, como si fuera el legado que un padre deja a su hijo.

A través de una oferta económica consigue despertar el interés de una vecina que presenta a su sobrino como candidato; sólo que al muchacho le interesa únicamente jugar a la pelota. Pero, poco a poco, esta trinidad ocasional va dando forma a una relación que va llevando a ambos varones a asimilarse uno al otro y establecer una relación de padre e hijo. Así como el joven pasa a transformarse en el discípulo más preciado, el hombre, ya recuperado de la bebida, recibe el afecto que siempre anheló.

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Claro que él no cuenta con que ese heredero de su arte decidirá partir para continuar con la tarea de iluminar a toda la humanidad. Y nuevamente la soledad vuelve a ser la obligada compañera, pero ahora con otro sentido.

Se trata de una propuesta donde lo religioso es apenas una referencia para volcar la mirada sobre el factor humano. En este sentido, Daniel Marcove supo encarar muy bien la dirección de actores, logrando un trabajo certero con las actuaciones de Jorge Ochoa, Patricia Rozas y Gastón Cocchiarale, que demostraron poder hacer personajes convincentes. También acertó en la dinámica de la puesta, donde se luce la escenografía y la utilería por la elocuencia con que la iconografía ilustra la escena.

Fuente: La Nación

Funciones: Viernes y sábados, a las 20.30 / En El Portón de Sánchez


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