Fábrica de chicas


La otra, mi espejo

Alma y Esther trabajan en el departamento de embalajes de una fábrica, una pieza sin ventanas que recuerda a una caja cerrada, un sitio donde no circula el aire. Ellas pasan sus días armando cajas de cartón, que luego apilan, atan con hilos y envían a otro sector de la fábrica, un mundo ajeno que como espectadores no vemos. Aisladas y, al mismo tiempo, vigiladas por una cámara de seguridad que sigue sus movimientos, sólo les queda la palabra compartida.

Fábrica de chicas, la última obra de Osvaldo Peluffo, se propone narrar la vida de estas dos mujeres, ambas atravesadas por una historia y un presente de violencia física y psicológica en manos de los varones referentes en sus vidas. La obra es, al mismo tiempo, una foto de ellas y un retrato de esta época. Alma, una de estas mujeres, protagonizada por Verónika Ayanz Peluffo, no puede reconocer que su novio es un golpeador. "Me empujó, nada más", le dice a su jefa y amiga cuando llega con la mano vendada un día a la fábrica. Esther, encarnada por Anabel Ferreyra, quien aparece como consejera de Alma, a la vez trae su propia historia de represión: un padre que le enseñó a los golpes cuando ella empezaba a crecer y un marido a quien "libera" para que no cargue con el peso de su esterilidad, cuando ser madre es , cree ella, la razón de ser de toda mujer.

Esos mandatos se traman en diálogos intensos en contenido y en volumen (suenan gritos de desesperanza); por momentos, con frases que enseguida remiten a discursos típicos de una víctima de violencia, ya casi lugares comunes para reconocer en el otro, pero no siempre obvios en situaciones propias. Esther, la compañera más experimentada, intenta zamarrear verbalmente a Alma, ayudarla enfáticamente desde su saber y desde su bronca hacia lo masculino, a mirar a su marido, a quien Alma no alcanza a ver. Así, los diálogos van dando el tono a la historia, van acercando las notas musicales apropiadas para la partitura del director de la obra: Entonces, Esther (herida, desesperanzada) se escucha como el bajo; Alma (inocente, enamorada), la melodía.

Ambas actrices se entienden y eso se traduce en estos intercambios con fuerte intensidad dramática. Las acrobacias emocionales que atraviesan por momentos una, por momentos otra, y que exponen a través de sus conversaciones intramuros se transmiten con crudeza al espectador. La intimidad del teatro El Damero, de pequeñas dimensiones, acotado con dos biombos para la puesta, contribuye al encajonamiento que viven esas mujeres. Vestidas iguales, obreras, las iguala, también, la represión que las define.

Pero la originalidad de la trama, la sensación que atrapa al espectador, es el modo en que se presenta lo masculino que se visualiza, justamente, por su ausencia. Todos los personajes masculinos aparecen cuando se develan a través del discurso de las protagonistas. Aparecen, en ausencia, cinco hombres a quienes nunca vemos, pero imaginamos. Son parte de la historia de modo latente e insoslayable siempre.

Abordar el imbricado universo femenino fue un desafío para un director varón, tal como lo manifestó Peluffo. Quizás uno de los mayores logros es que supo captar la importancia que las mujeres otorgamos a la palabra compartida, a la mutua comprensión. Allí se moldea una mujer, en el espejo de otra. Alma y Esther. Qué sería una si la otra no estuviera ahí para oírla. Tal vez no sobrevivirían. La caja sería, para usar la metáfora de Peluffo, aún más oscura, ahí sí, irrespirable.

Fuente: La Nación

Sala: El Damero de Gina Piccirilli, Dean Funes 506. Funciones: sábados, a las 21.

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