La nueva autoridad


Una metáfora sobre lo que podemos ser

Uno entra a la Cunill Cabanellas y entra a un campo de batalla. No sólo porque allí todo aparece derrumbado, derruido, abandonado -aunque, paradójicamente, está en plena construcción-, sino porque ahí se está librando un guerra. Pequeña, mezquina, pero tremendamente salvaje.

Nada es lo que parece. El territorio en el que se libra la disputa es el patio trasero de un edificio, donde alguna vez hubo macetas rebosantes de malvones y un jardín. Hoy es ese amontonamiento de trastos, que se ha comido lo verde y ha dejado en su lugar una pileta de natación de dudoso futuro. Ni la luz del sol parece llegar: más se asemeja a un sótano húmedo, tenebroso, en el que se percibe un peligro inminente: cables pelados en el agua, tablones flojos que cruzan la pileta, grietas en el piso, huecos en las paredes y unos rugidos que no se sabe si son del subte que pasa por debajo de la sala o provienen de otro lado.

Son tres los bandos, y aunque aparezcan alianzas furtivas, ninguno está dispuesto a dar el brazo a torcer. La administración del edificio está en juego y Francisco, el encargado; Graciela, una propietaria, y Betty, viuda del antiguo administrador, no están dispuestos a dar un centímetro de ventaja. La pelea es a muerte.

Cada uno está convencido de su verdad: Graciela vio morir a tres miembros de su familia en el living de su casa. Francisco es el único que puede con "los fieras" (en La nueva autoridad lo corriente se choca de frente con lo imposible, y allí reside gran parte del hallazgo). Y Betty se instala con un convencimiento a fuego de que ella es la justa heredera de la administración de su marido, no sólo la alianza de casamiento se lo confirma, sino, más aún, el título de coadministradora.

Y empieza la batalla. Sutil al principio, despiadada después. Lo que debería ser una puesta en común sobre quién cobra las expensas o quién lleva los papeles del consorcio saca a relucir las miserias más bajas de tres seres humanos que no tienen problema en dejar de serlo para cumplir su cometido. Hay voracidad de poder en esa "nueva autoridad" que está en disputa, hay miedo, peligro, desafío, locura.

Mario Segade no hace más que llevar al extremo lo que somos, lo que podríamos ser. Y por eso pone en juego ese universo entre fantástico y absurdo que trasluce algo tan patéticamente conocido. Ahí estamos todos, por eso la risa es hilarante, pero nerviosa.

Las tres criaturas de las que echa mano para contar su historia parecen nenes cuidando celosamente su mejor juguete. Son frágiles, inseguros, ingenuos y hasta tiernos, pero absolutamente despiadados. Y este director se rodeó de un elenco a la medida. Vivian El Jaber, Marcos Montes y Celina Font están impecables, cada uno en su rol, pero puede ser que la naturaleza de sus personajes haga que sea difícil sacarles los ojos de encima a El Jaber y a Montes. Se envalentonan, se repliegan, mutan? pintan una paleta enorme de colores que es un placer ir descubriendo.

Todos los rubros técnicos acompañan con precisión y personalidad. La luz hace trampas en la cabeza del espectador, la escenografía es de una realidad abrumadora y dialoga -como si fuese lo más natural- con lo fantástico; el vestuario no pierde pisada. Y la música, a la par.

Quizá se pueda objetar cierta pequeña meseta narrativa en algún momento, pero pasa? y vuelve todo a la primera línea de combate.

Una sorpresa repleta de sorpresas resulta esta propuesta subterránea del San Martín. Un placer.

Fuente: La Nación

Sala: Cunill Cabanellas (Teatro San Martín) / Funciones: miércoles a domingos, a las 20.30

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