Lorenzo Quinteros: Víctor o los niños al poder


“En el teatro hay que seguir experimentando”

En esta obra, que en su momento dirigió Artaud, el teatrista busca rescatar la principal vanguardia del siglo XX.

“Se ha extraviado una clara idea del teatro. Y mientras éste se limite a mostrarnos insignificantes escenas íntimas en la existencia de ciertos fantoches, transformando al público en voyeur, no será extraño que las mayorías se aparten de él.” Esta idea, que podría haber sido escrita ayer, data de 1938 y es de ese genio loco llamado Antonin Artaud. En 2013 Lorenzo Quinteros la retoma, la hace propia, la traslada en el tiempo y la plasma en Víctor o los niños al poder (sábados a las 22.45 y domingos a las 20 en el Centro Cultural de la Cooperación, Avenida Corrientes 1543), una obra de Roger Vitrac que dirigió, justamente, el mismo Artaud, en el teatro Alfred Jarry, fundado por ambos artistas. En Buenos Aires se la pudo ver a comienzos de los setenta, con dirección de Sergio Renán, y desde entonces había quedado en el olvido. Aquí y ahora, Víctor... es un intento de Quinteros de rescatar –y reivindicar– la principal vanguardia del siglo pasado.

Es que Quinteros –maestro, actor, dramaturgo y director– piensa que todavía no está todo dicho sobre el surrealismo. Y que es una filosofía sobre el arte y la cultura, en general, y sobre el teatro, en particular, que no hay que dejar atrás. Filosofía que, en un París todavía lejano a la invasión nazi, respondió a una cultura que olía a mausoleo, que se convertía en un “depósito de cosas muertas”, según advertía Artaud en El teatro y su doble. “Esta es una obra distinta a lo que estamos acostumbrados”, asegura Quinteros a Página/12. “Es la única obra larga con un protagonista que tiene la cabeza del surrealismo: Víctor piensa como un surrealista”, explica el director, que se ha rodeado de un elenco notable (Eduardo Calvo, Alejo García Pintos, Carolina Adamovsky, Daniela Catz, Jorge Paccini, Romina Moretto, Hilario Quinteros, Gabriel Lima y Julia Tapia). De los actores el que más se destaca es Calvo (Víctor), a quien muchos recordarán por su personaje Heavy Rejodido.

Desde el principio, Víctor... propone una imagen estremecedora: Víctor es un nene de nueve años pero mide más de un metro ochenta y piensa y habla como un adulto, e incluso con un sarcasmo y una lucidez que algunos grandes nunca alcanzarán. Su vecinita, Esther, padece del mismo problema: creció de golpe, tanto de mente como de estatura. Víctor y Esther se unen, el día del cumpleaños del niño, para molestar a los adultos, para revelar las miserias de sus padres. “La obra es una crítica a la burguesía en tanto mundo que cercena el juego. Castigan a los niños haciéndolos crecer de golpe”, analiza Quinteros. Juego. Esa palabra le gusta al maestro. Su estudio-escuela de Villa Crespo se llama El Jugador, por el título de Dostoievski que siempre menciona entre sus favoritos, pero también por otros motivos.

En un pasillo que funciona como cocina en este espacio que Quinteros abrió hace un año hay un cartelito que dice: “Nuestro cuerpo fue niño / cuerpo libre que amaba el ridículo / guardamos registro dormido de ese mundo infinito / basta despertarlo para volver a vivir”. El cartel tiene todo que ver con Víctor... y a la vez nada. Alguna vez sirvió de escenografía para una muestra. El Jugador está lleno de cosas que fueron escenografía, como una bañadera de insólita pequeñez a la que Quinteros se mete para la sesión fotográfica. Juega, Quinteros. “Este espacio se llama así por el libro de Dostoievski pero también porque el actor es un jugador. Juega con su alma, con su conciencia, con el inconsciente, con su existencia”, define. Víctor... recupera, entonces, el juego que proponía el surrealismo, la magia, el lenguaje automático, el corrimiento de la razón, salvando las distancias espacio-temporales, porque en definitiva es imposible arrastrar el surrealismo al presente (más aún si se piensa en datos biográficos de los impulsores del movimiento, como las sucesivas internaciones de Artaud en neuropsiquiátricos). Lo que sí se puede es pensarlo desde la contemporaneidad, y es ése el punto que encanta a Quinteros por estos momentos.

–¿Por qué considera que esta obra es distinta a lo que se ve usualmente en teatro?

–Es distinta porque el surrealismo es el gran movimiento de las vanguardias artísticas. Da un valor al inconsciente en el campo del arte. El hombre es artista cuando deja salir sus reflejos espontáneos, más que cuando controla su razón.

–¿Y cómo cree que repercute eso en el espectador? ¿También se le aniquila la razón en cierta medida?

–Muchos espectadores deben salir sin entender nada (risas), porque están muy acostumbrados a ver televisión. La televisión es lo contrario: te deja sentado ahí para que no pienses, te da todo servido y masticado. El movimiento surrealista surgió en una época en que la televisión no existía, y no es casualidad. Elegí esta obra porque quería traer al surrealismo al presente. La tengo leída hace quince, veinte años. Hacía falta una obra que apostara a la imaginación, al discurso automático, al que no es filtrado por la conciencia. El teatro últimamente viene muy realista, muy obediente de la realidad. Hay mucho teatro en la Argentina y es parte de la vida porteña. Es un hecho que marca la Ciudad de Buenos Aires, como el fútbol, salvando las distancias. Se hace de todo. Incluso se puede hacer surrealismo. La Ciudad es muy generosa en ese sentido. Pensé que esta obra iba a agregar un color que no existe últimamente. Porque está, por un lado, el teatro comercial, que hace cosas consumistas; y por el otro, un teatro independiente importante pero que no se puede desprender de ciertos cánones que tienen que ver con la conciencia, con el pensamiento formal.

–En este caso usted dirige. ¿El director no está mucho más cerca de la racionalidad que el actor?

–Sí, tiene que pensar un poco más. El actor primero hace, se larga, vomita, trabaja con los impulsos y después ordena. El director tiene que pensar todo el tiempo. Pero es un pensamiento libre. No me gustan los directores que no le dan libertad al pensamiento. El director nace por necesidad del arte teatral. Sin él, un siglo y medio atrás, el teatro se convertía en un vínculo entre un divo y el público. De alguna manera se había arruinado la cosa, se había pervertido. Si lo dejás, el actor se convierte en divo inmediatamente. ¿A quién no le gusta? Tiene que haber alguien que organice, que ponga en primer plano el trabajo artístico del grupo.

–Más allá del arte, ¿qué reflexión le despierta la dicotomía razón-inconsciente en relación con la sociedad?

–La sociedad se manifiesta inconscientemente siempre. En un espectáculo de fútbol, las hinchadas se manejan de manera no racional: no puede ser que se arruinen la vida y los cuerpos de esa manera. El fútbol es un territorio donde todo se exhibe monstruosamente, incluso las necesidades un poco sádicas del ser humano. O del argentino. Y también aparece la alegría, combinada. Al teatro siempre le pasó eso, también: es una mezcla de alegría con profundo sufrimiento trágico. En la obra está eso.

–¿La interpreta como una tragedia o como una comedia?

–La veo como una tragedia encubierta. Es una tragedia porque todo marcha hacia ahí, y está encubierta por personajes o situaciones altamente cómicos. Víctor es un niño de nueve años que mide casi dos metros. Es un guiño del surrealismo. Todo se deformaba, la realidad se veía de otra manera.

–¿Hay surrealismo porque hay que soportar una realidad insoportable?

–Algo de eso hay. En una época defendía esta frase: “Como la realidad es imposible, el arte es posible”. Es para huir. El surrealismo me atrajo siempre. Empecé a hacer teatro hace casi cincuenta años, en el Di Tella. Estudiaba en el Conservatorio, pero empecé a hacer mis primeras prácticas ahí. Era un lugar de gran experimentación. Artaud era muy leído en esa época. Siempre me apasionó, El teatro y su doble era uno de mis libros de cabecera, no tanto por las técnicas que te daba como artista como por los estímulos que te creaba. Un artista que se siente marcado por un libro de Artaud va a trabajar, después, con lo visceral, lo sanguíneo, la locura, los nervios.

–En el elenco hay actores de raigambre popular. ¿Por qué eligió a estos artistas?

–Lo hice a propósito. Una obra surrealista no tiene por qué ser confundida con el intelectualismo. El surrealismo tiene que estar cercano a lo circense, a la feria. De hecho, Víctor le cuenta a Esther un espectáculo de feria que vio cuando hizo una salida nocturna. Me gusta que esté mi hijo, Hilario, que es un actor que tiene una raigambre popular, está Paccini también... Es un elenco mixturado, pero lo lindo es que enseguida se entusiasmó con la obra. No la conocían, la empezamos a trabajar y se entusiasmaron mucho. No trabajamos mucho ni seriamente. Sí, seriamente sí. Pero no nos pasamos de ensayos. La dirigí sin pensar mucho. Le hice honor al surrealismo.

–En su momento esta obra fue una fuerte crítica a la burguesía. ¿A ese mismo sujeto estaría criticando hoy? ¿Cómo se pone en juego la obra con el actual contexto histórico-político de la Argentina?

–Critica al burgués en tanto gran hipócrita, que hace sus fechorías a escondidas. Esta gente sigue casada, pero se mete los cuernos. Es una pregunta que siempre me hice: ¿por qué los matrimonios que se engañan no se separan?

–¿Será que disfrutan de la trampa?

–Eso es un hecho burgués. La que vemos en la obra es una clase media alta, hipócrita, que reina hoy en día también. La gente va a la Iglesia y reza por los pobres y por la paz y después sale a la calle y desprecia a los pobres y hasta es capaz de matar. La de la obra es una clase muy tonta, frívola, estúpida. Sólo piensa en pasarla bien. No se preocupa por cuestiones de fondo, de la sociedad. Son felices teniendo un buen ingreso y pudiendo gastarlo en restaurantes, espectáculos y viajes, viven haciendo reuniones y tienen una vida promiscua tapada. Es una clase que no acepta el divorcio, que se casa para toda la vida. Se dejan de amar y lo solucionan metiéndose los cuernos. A los hijos los tienen porque hay que tener hijos, luego no los soportan. Los hijos crecen y los critican. Víctor protesta creciendo desmesuradamente. En nuestro país, la clase media quiere ser como la de la obra, alta. Y en esa trayectoria se vuelve impura. La clase media argentina está maltrecha.

–Lleva muchísimas puestas tanto en dirección como en actuación. ¿Qué lo sigue impulsando a hacer teatro?

–Ya no me atrae más ser visto, lucirme, tener éxito. El éxito es nada más que un medio para decir algunas cosas. Lo que me mueve ahora es eso: usar el medio para hablar de cosas que me interesan. Eso pasa no solamente por los contenidos, sino también por la forma. Víctor es una forma que me atrae. Y en cuanto al contenido, me gusta lo que la obra plantea sobre la locura o sobre la niñez. El teatro está demasiado centrado en los contenidos. Y las formas que aparecen tampoco dicen mucho, porque ya estaban en uso. Hay cierta moda. Este texto, que tiene buen tiempo, demuestra que no está todo inventado, que se puede seguir hurgando y experimentando. Desde lo formal, lo considero más interesante que muchos espectáculos que veo hoy en día.

Fuente: Página/12

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