Juana la Loca


Locura por un amor no correspondido

La imagen es de por sí potente: una mujer con sus rulos al viento camina en círculos por una sala despojada en la que sólo hay un gran sillón. Se sienta en él, se vuelve a parar. Repite sin cesar la frase “se me pasa el tiempo”. Ella, que fue reina y princesa de toda España, está ahora encerrada en un palacio que no es precisamente el suyo. Y grita y sufre, y se lamenta. A Juana la historia la ha llamado “loca”, pero pocas veces quienes repiten ese apodo se han preguntado por qué. Ignoran, los más, que la suya es la “locura” de un amor no correspondido. Juana la Loca, de Pepe Cibrián Campoy, se encarga de dejarlo en claro y lo logra desde esa primera imagen cargada de símbolos. Lo que sigue es la recreación del imaginario momento final de su vida en el castillo de Tordesillas, en donde estuvo prisionera por más de 40 años por haber perdido la razón.

Todo el texto se encargará de mostrar, como dice el programa de mano de la obra, “de lo que es capaz el hombre y de lo que es capaz el amor”. La difícil tarea de pronunciarlo es de Patricia Palmer, quien durante poco más de una hora encarna magistralmente a esta mujer, una de las más emblemáticas y complejas de la historia. Pero no sólo a ella: también interpreta a su madre, Isabel la Católica, a su nieto, Felipe II, a su incondicional Leonor y a su marido, Felipe El Hermoso, por quien Juana pierde la cabeza. Los cambios de personaje son bastante imperceptibles porque la actriz casi no hace pausas entre parlamentos. Pero esa continuidad, lejos de producir confusiones en el espectador, ilustra el espíritu caótico de Juana y también los alcances de su conciencia.

El acento está puesto en la relación con Felipe I de Habsburgo (El Hermoso), con quien Juana fue obligada a casarse, pero de quien se enamoró rápidamente. El texto de Cibrián, rico en lenguaje poético, hace hincapié en las recurrentes infidelidades de este hombre y el consecuente sufrimiento de la reina. “Tantas veces me pregunto de dónde sacarás fuerzas para calmarme a mí y calmarlas a tus cabras. Sin duda eres semental y a un macho esto lo halaga”, llora Palmer. “Soy macho y fue esa vez”, se contesta a sí misma desde la piel de Felipe. “Yo soy hembra y me rebalsa”, concluye nuevamente como Juana. Como éste, varios diálogos entre ellos evidencian que algo de razón tenía. Que sus celos no eran injustificados y que fue víctima, durante toda su vida, de la crueldad y la ambición de los hombres que la rodearon.

Cibrián, que además de haberla escrito dirige la pieza, comprendió muy bien que para lograr distintos matices en el personaje de Juana era necesaria la utilización de ciertos recursos expresivos. Así, la iluminación y las posiciones de Palmer con respecto al espacio escénico son esenciales para la producción de sentido de la puesta. La primera, porque es simbólica y refleja la actitud del personaje (cuando Juana se habla a sí misma de su locura, por ejemplo, un lento fundido a negro metaforiza su soledad).

Muchas veces se ha retratado a Juana I de Castilla desde el arte antes de que Palmer y Cibrián dieran vida a esta versión. Desde el pintor español Francisco Pradilla y Ortiz con su cuadro Doña Juana la Loca (1877) hasta la escritora nicaragüense Gioconda Belli con su libro El pergamino de la seducción (2005) pasando por cientos de películas, innumerables artistas han revivido a esta mujer que fue traicionada por su padre, su marido y su propio hijo. Pero sin dudas, el aporte de esta pieza que se ve sábados y domingos en el Teatro El Cubo es más que satisfactorio porque presenta una mirada actual y provocadora sobre la problemática de la mujer de todos los tiempos.

Fuente: Página/12

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