Macbeth, crónica de los siameses


Intensa versión de un clásico

La tragedia de Macbeth, según el título original, pieza hasta cierto punto anómala dentro de la producción shakespeariana (por la sencillez de su estructura, por la relativa interacción de personajes secundarios) ha provocado siempre una mezcla de fascinación y de temor reverencial. Bocatto di cardinale para actrices y actores los roles de los protagonistas, a la vez recae sobre Macbeth el presunto peso de una maldición universalmente conocida por la gente que hace teatro, empezando por los británicos que la llamaban The Scottish Play, entre otros eufemismos, para no pronunciar su título. Sin pruebas fehacientes al respecto, cabe conjeturar que la pretendida desgracia sólo alcanza a quienes se atreven a la realización escénica de esta obra sin estar mínimamente a la altura.

Afortunadamente, Alfredo Megna, Martín Ortiz y Marcela Fraiman, responsables de Macbeth, crónica de los siameses, convidan a una dignísima versión, condensada y justificadamente exacerbada, de la tragedia más negra y quizá más aleccionadora moralmente de W.S. El banquete ensangrentado se ofrece al público que, con una copa de vino tinto en la mano, se sienta alrededor de una tarima en cruz sobre la que se desplaza y gira la pareja en una suerte de danza erótica y macabra, por momentos desdoblándose en esas brujas que destapan los profundos deseos de poder de Macbeth. En esta adaptación, Megna oscila entre la identificación instalada de hechiceras (incluso aporta algunas recetas de bebedizos), en este caso, en connivencia con Lady Macbeth, y la designación del original (weyward sisters, es decir, aproximadamente, hermanas a cargo del destino). Denominación esta que remite a las Moiras de la mitología griega, Parcas en la apropiación romana, personificación del destino que corresponde a cada ser humano en este mundo.

En una operación bien diferente a la que llevó a cabo en 2004 Griselda Gambaro en Señora Macbeth -en la que la gran escritora imaginaba al personaje femenino fuera de la obra, su relación con las brujas, el fantasma de Banquo-, Megna ha trabajado una dramaturgia que sustrae a esa yunta complementaria formada por Macbeth y su esposa, manteniendo muchos de los parlamentos de Shakespeare, tomados de la siempre rendidora traducción de Luis Astrana Marín. Asimismo, añade otros textos de su propia cosecha, en algún caso cayendo innecesariamente en la reiteración (la mujer, que ha perdido un hijo, proclama una y otra vez que no quiere otro crío a su lado, que antes se lo arrancaría de las entrañas.). Sobre el final, luego del famoso discurso de Macbeth posterior al suicidio de la Lady sin nombre propio ("la vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea., un cuento narrado por un idiota."), Megna retoma en una frase el concepto de siameses aplicado al implacable dúo.

Esta sombría tragedia sobre la ambición desmedida de poder que lleva a cruzar todos los límites morales, libremente inspirada en la historia de Macbeth I (1040-1057), rey de Escocia, propone además una serie de visionarias reflexiones sobre la normativa patriarcal respecto de los géneros, los modelos de femineidad y masculinidad en algún punto aun vigentes, la corrupción de la política. Con ropa contemporánea, yendo de la luz a la sombra, en ocasiones descendiendo de la tarima, Martín Ortiz y Marcela Fraiman encarnan con perturbadora convicción a este equipo embriagado de poder, en un juego actoral de gran complejidad y hondura, en el que el personaje de Macbeth va dejándose enajenar instigado por su esposa. Y ésta, temible femme fatale siglos antes del cine negro, no hace otra cosa que empujarlo para que a través de una serie de espantosos crímenes -que arrancan con un regicidio- ponga en acto las ambiciones que lo devoran.

Fuente: La Nación

Sala: El Crisol, Arismendi 2658; 4523-7605

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