Lucila Mastrini: Casamadre





“El primer hogar es la panza materna”

La dramaturga, directora, titiritera y escenógrafa juntó todas las cosas que le gustan para crear el mundo de esta obra, en la que una madre le prohíbe salir de la casa a su hija. Pero su hermana mayor vendrá a rescatarla de ese encierro.

“Coordinar todas las cosas que me gustan para formar un mundo.” Eso se planteó como desafío Lucila Mastrini, dramaturga, directora, titiritera y escenógrafa, cuando empezó a pensar en Casamadre (sábados a las 20 en No Avestruz, Humboldt 1857), su segunda obra. Lo logró: el espectáculo –que indaga de forma cruda en la relación madre-hija– combina teatro de objetos, música en vivo, teatro de títeres, actuación y una escenografía con un rol fundamental para el desarrollo de la historia, que tiene como protagonistas a una madre y dos hijas de un pequeño pueblo del interior. La mayor de ellas, Manuela, logró escapar de ese mundo e irse a vivir a la ciudad, impulsada por sus deseos profesionales. Carmen, la menor, en cambio, es presa de la casa de su infancia, de la que no sale por prohibición de su madre Elena.

La casa en la que conviven Carmen (Lucía Made) y Elena (Eleonora Valdez) es muy particular. Cuando nadie presta atención, excepto Elena, todos los objetos de decoración y utilería que la conforman cobran vida y se mueven. Así, la madre del hogar dialoga con su máquina de coser, con una muñequita caribeña que cuelga de la pared, y hasta le pide a la canilla de la cocina que le llene la pava de agua. El público no sabrá si son puras fantasías de Elena o si los objetos realmente se mueven. Lo cierto es que para Carmen la realidad es otra, completamente distinta: ella se siente ahogada en esa casa ordinaria y sencilla –no ve los movimientos de los objetos, claro–, y aunque nunca lo diría para no herir a su madre, tiene el profundo deseo de poder salir a la calle, cosa que Elena le prohíbe “porque afuera es todo muy cruel”. Su única alegría es recibir cartas de su hermana e imaginar que otro mundo es posible, aunque sólo sea en su mente. Lo que no imagina ni Elena es que Manuela (Valeria Pierabella) va a volver a buscarla, a rescatarla de ese infierno al que parece estar condenada de por vida.

Con una exquisita música en vivo que con distintos objetos reproducen Julieta Medina y Hernán Gulla (sentados de frente al escenario, como el público, pero más adelante y sobre una manta en el piso), la obra muestra tres mundos: el de Manuela, quien narra la historia desde su máquina de escribir, ubicada a la derecha de la casa; el del pueblo, que se encuentra a la izquierda, y cuyos personajes están representados por títeres (a cargo de Victoriano Alonso y Florencia Svavrychevsky), y el del interior de la casa, centrado en el escenario. Estos universos entrarán en conflicto cuando Manuela decida romper con la separación entre ellos.

La construcción del conflicto, cuenta la autora, tiene algo de autobiográfico. “La obra surgió de un momento de mi vida en el que la relación con mi madre estaba en conflicto y mi deseo de querer ser madre también, porque estaba muy despierto”, admite Mastrini, que dice que relacionó “casa” con “madre” porque “en algún punto, el primer hogar de uno es la panza de su mamá”.

–Desde los detalles de la escenografía hasta la profundidad de la relación madre-hija, toda la obra está sumergida en una atmósfera femenina. ¿Buscó ese universo?

–La verdad es que no me sale de otra forma. Soy cuidadosa con los objetos, con la estética de la imagen. Me fijo en los colores y en cada detallito porque soy muy femenina. A veces me excedo y el resultado empalaga, pero no es algo en lo que piense a la hora de construir. De hecho, no pensé en que los padres de estas mujeres estuvieran muertos, simplemente no aparecen porque no se dio.

–En la obra aparecen títeres y objetos que se mueven. ¿Por qué incluyó actrices y no dejó que todo fuera teatro de objetos?

–En un primer momento me daban ganas de escribir sólo para títeres, porque es del mundo de donde vengo. Pero a medida que escribía e imaginaba las escenas fui sintiendo que la historia tenía que ser contada por actrices, y que los títeres y los objetos debían aportar desde el acompañamiento. No es que los objetos no podían contarlo bien, pero hubiera perdido sentido, hubiera sido más un capricho. Los títeres tienen una magia impresionante y pueden contar cosas fantasiosas, hasta pueden suceder cosas muy fuertes en escena que no se pueden lograr con personas, como que un sujeto se rompa en mil pedazos cuando está enojado. Pero para contar la historia de estas tres mujeres no necesitaba que hicieran cosas que no pudieran hacer actrices humanas.

–Sin embargo, los demás personajes sí son títeres. ¿Por qué esa distinción, si tampoco hacen cosas que no puedan hacer humanos?

–Porque el pueblo era otra cosa, una especie de mundo fantasioso que es según cada una de las mujeres que está adentro de la casa se lo imagina, con todos sus miedos y sus proyecciones. Manuela, por ejemplo, lo ve como algo pequeño de cuando era chica. Carmen, en cambio, lo imagina como algo enorme. Por eso lo pensé como algo imaginario, no tan real, e hice que lo que allí sucediera si fuera con muñecos.

–¿No es al revés? La casa que se mueve pareciera ser lo imaginario y el afuera, lo real. Algo así como el mundo sensible y el mundo de las ideas de Platón.

–Depende de cada lectura... Sé que se puede tomar así, pero para mí lo que pasa adentro es la realidad cruda y pura.

Fuente: Página/12

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