Las llaves de abajo


El muchacho que quería crecer

Una buena idea central en el primer trabajo como director teatral de Daniel Burman, con la impronta de Damián Dreizik.

Ni cinéfilo ni adicto a la escena, Daniel Burman ha reconocido que su primera incursión teatral, que sucede desde el jueves en la Ciudad Cultural Konex con Las llaves de abajo, estaba motivada bajo la misma impronta y deseo que impulsa su labor cinematográfica: contar historias. Aquella formidable tensión narrativa de, por ejemplo, Alfredo Casero arrojando al océano las cenizas de su mujer (Todas las azafatas van al cielo) o ese tempo aceitado de una reunión de consorcio que comandaba Sergio Boris en una galería del Once (El abrazo partido) obligan a creerle, además, cuando habla de su placer de trabajar con actores en la intimidad, sin una multitud de técnicos rondando, ni ocho camiones de exteriores apurando los plazos en los alrededores del rodaje.

Atravesada por el humor absurdo que es marca de fábrica en Damián Dreizik -coautor de la obra y protagonista- la línea de acción de Las llaves de abajo podría definirse como la historia de un muchacho patético y querible. Entrado en los cuarenta, separado y con dos hijos, con sus obsesiones que lo acosan como a cualquiera, y bombardeado por los lugares comunes que produce sin parar la clase media porteña. Lo que lo distingue es que el muchacho pelea, o se deja seducir, por una madre trifásica y que aún aspira a un crecimiento. Un crecimiento. No profesional ni humano, sino un estirón sencillamente físico: le pide a la vida, a través de la intervención de un traumatólogo familiar, cinco centímetros más de estatura. Esa es su épica. Una idea potente que, en los inicios de la historia, suena ajustada, sobre todo en ese deja vu de Gabriel (Dreizik) que retorna al departamento de su madre, Mabel, en busca de las radiografías para operarse y se encuentra con esquirlas emotivas de su memoria infantil.

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