Ojos que no ven


Una familia con muchos secretos

Un abuelo que muere. Un perro que le sigue los pasos. Una nieta negra. Una separación dolorosa. Éstos son algunos de los secretos que le esconden, como pueden, Carmen y Raquel a su madre, la Abuela. Es noche de Navidad y intentan que sea lo más feliz posible. Ya le contarán al día siguiente.

El resto de la familia está integrada por dos yernos (Manuel y Luis), dos nietos grandes (Raúl y Esther), una nieta pequeña (Tamara Drumond) y una ex nieta política (Maite). Todos se suman -algunos a regañadientes a "la mentira piadosa". Es que lo no dicho ya es ley en esta casa en la que la ceguera de la abuela les juega a favor.

No hace falta árbol navideño para festejar los regalos pueden agruparse en la mesita del teléfono, los portarretratos pueden estar vacíos y seguir recordando a los hermanos que ya no están y un vestido rojo bien puede pasar por el verde elegido.

Por eso cuando se conoce la noticia de que el abuelo ha muerto, no es tan extraño pensar en ocultarlo un tiempo -y aguantar el dolor en silencio; lo mismo cuando Alfonsín, el perro de la Abuela, ¿explota? en el patio; cuando todos se dan cuenta de que nadie se anima a decirle a la Abuela que la nieta adoptiva recién llegada a la familia es negra; o cuando la novia del nieto -a quién la abuela adora ya no forma parte del clan.

Tapar, no decir, esconder, esperar a que pase. Una fórmula que puede sonar muy conocida en muchas familias. De ahí la empatía y las risas nerviosas en esta comedia dramática que dirige Emiliano Dionisi, y que está basada en un cortometraje de Natalia Mateo.

Ojos que no ven es un pequeño gran delirio que va in crescendo de la mano de un tono estallado que sirve efectivamente a la buscada hilaridad de la obra. Pero es en ese tono donde se dan ciertas desprolijidades, ya que no todos los actores (y sus personajes) llegan al mismo registro. Ahí marcan la diferencia Eugenia Alonso y Silvina Bosco (Carmen y Raquel) y también Chela Cardalda, en su rol de Abuela malhumorada y pendenciera. Entre el naturalismo y el delirio hay grandes escalones que no todo el elenco puede subir y bajar con comodidad. Así y todo, el trabajo del director hace que estos desniveles discurran lo más suavemente posible.

La música juega un rol importante en esta obra y logra momentos de verdadera emoción en medio de la locura. La escenografía y las luces acompañan bien esta propuesta que el público recibe con ganas.

Fuente: La Nación

Sala: Teatro Picadero / Funciones: domingos, a las 18

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