Medea del Olimar


Un caso policial llevado a escena

Representante de la generación teatral posdictadura, Mariana Percovich es una de las más destacadas autoras y directoras uruguayas. En Buenos Aires ha presentado, siempre en el marco del Festival Internacional, espectáculos como Juego de damas crueles, de Alejandro Tantanian, o Chaika, una particular versión de La gaviota, de Anton Chejov.

Es la primera vez que se la expone como autora. En Medea del Olimar, la creadora concibe un extenso poema dramático en el que reconstruye, a su manera, un doloroso hecho policial. Una mujer mata a su hija y ese acto aterrador la conduce a la cárcel y a un castigo social de crueles consecuencias para ella.

Esta Medea recreada por Percovich se aleja mucho de una mirada clásica sobre el personaje mítico. Está enraizada en una geografía pueblerina, alejada de un centro urbano y donde el salvajismo del propio ambiente parece resultar determinante en el carácter del personaje. Medea mata, y esa muerte la conduce a un sinnúmero de reflexiones sobre su existencia errática, sobre ser mujer en un hábitat hostil. Muy alejada del personaje de Eurípides, este ser desvalido enfatiza el desgarro que le produce su peculiar destino, y lo hace con un dramatismo que conmueve.

En su puesta, Román Podolsky ubica al personaje en un espacio extremadamente desolado. Juega con las palabras de una manera especial. Cada una de ellas va hilvanando un discurso verbal, pero a un ritmo acompasado, lo que lleva a que las imágenes que surgen se fragmenten y quiebren el cuerpo de la actriz. Medea puede contar la trama de su vida, pero observarla a tientas y exponerla de manera, a veces, pudorosa. De esa forma va asomando una emoción contenida que sólo despertará la atención del espectador cuando ella se deje hundir en un profundo desconsuelo.

Paula Brasca da vida al personaje con mucha sensibilidad. Una supuesta fragilidad la domina, pero es sólo apariencia. Su verdadera máscara es muy compleja: la soledad, el desamor, el infortunio, van dejando ver su conducta lentamente y se entrega a cada instante de una manera visceral.

A su lado, un hombre, Jasón, la observa, la escucha, la contiene por momentos. Ejerce un control particular sobre esa criatura insensible, aunque maltratada en su interior; aparentemente despreciable, pero con unos toques de ternura que provocan múltiples contradicciones. La labor de Pablo Finamore es sumamente minuciosa. No habla. Son sus gestos, sus acciones, sus miradas, los que afirman notablemente su personalidad. Es de destacar que este personaje no existe en el texto original.

Una experiencia potente, provocadora, que induce a analizar detenidamente aspectos de la condición femenina desde un costado no habitual.

Fuente: La Nación

Sala: El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960) / Funciones: jueves, a las 21.30

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