Piedra sentada. Pata corrida


Una delirante farsa civilizadora

Nada más entrar en la sala y sentarse frente a un escenario triangular cuyo foro ofrece un punto de fuga en ángulo recto lleva al espectador a correrse de la perspectiva habitual desde la que suele verse teatro. Si a esta premeditada elección se suma la visión de un telón prolijamente pintado que evoca pinturas del siglo XIX en la línea de Blanes o Della Valle, referidas a la Conquista del Desierto con su horizonte de lejanía sin fin, todo realzado por una tenue luz dorada, ya no caben dudas de que se está por asistir a un espectáculo inusitado.

Y así sucede, afortunadamente: Piedra sentada..., del (realmente) joven dramaturgo y director Ignacio Bartolone, se sale de cauces conocidos o previsibles para hablar -desde un enfoque contemporáneo y aggiornado, posrevisionista pero no revisionista de una etapa fundante de nuestra identidad, de la subestimación y negación de la otredad (la indiada), del conflicto de culturas arbitrado desde el etnocentrismo occidental europeo, de la orfandad y el despojo que afectaron a los pueblos originarios. Pero apartándose de toda intención didáctica, de cualquier ensayo de reconstrucción arqueológica de la época, Bartolone elige el camino regocijante de la farsa. Es decir, ese género cómico popular que le procura todas las libertades para infiltrar alusiones históricas, políticas, literarias; crear un lenguaje en la correntada del neobarroco o neobarroso rioplatense, incorporando fragmentariedad, arcaísmos, neologismos, citas y desbordes en una elaborada fusión que, sin embargo, se va diferenciando, según los hablantes y las situaciones. Porque, claro, no es lo mismo una india vieja que cuida ciertas tradiciones que un indio que se ha merendado a un blanco y depone su lenguaje, o un viajero de origen español retozando en inciertos territorios pampeanos...

Episodio de la historia de una tribu en extinción, especie de patrulla perdida errante en el desierto, la obra pone en ese escenario alegórico a tres indios y una india autodenominados lechiguangos, que llevan nombres tan disparatados como Olorá-Potro o Duglas-Canejo. Esta fracción araucana es acompañada por el perro Faustino, comentarista que en los sueños del cacique se desdobla en divinidad suprema, El Gran Peludo. Cerca del final se les suma el tilingo Luciano Cevallos, representante de la "civilización" que va escribiendo sus impresiones a un íntimo amigo, contándole su intención de educar a los nativos, por ejemplo, mediante lecturas de El Contrato Social de Rousseau. Empero, la entrada de este personaje no queda ceñida a sus desopilantes ideas ocurrencias en esta pieza que, en distintos planos, toca el tema de la identidad: el desatinado viajero encontrará la suya sometido y travestido de cautiva.

Se trasluce que Bartolone trabajó con mucho esmero tanto la investigación previa como en la escritura y resolución escénica de esta obra (que forma un díptico con La piel del poema, mención en los Premios Rozenmacher). Supo convocar a colaboradores ideales para ese vestuario conceptual hecho de retazos y esas coreografías de danzas ceremoniales que han de resonar en el imaginario del público; también para la creación de ese maravilloso ñandú onírico que se incendia en vivos colores, la música y el diseño de las luces. Los actores y la actriz entran desenfadadamente en código, con mención especial para Juan Pablo Galimberti (el perro, en enterito de peluche) y Julián Cabrera, inefable aventurero relamido. Amén de los múltiples referentes que se cuelan como quien no quiere la cosa (Mansilla, Sarmiento, Echeverrría, Zeballos, quizás Agustín Cuzzani...), sobrevuela aquí el espíritu travieso e irreverente del gran Ricardo Zelarayán.

Fuente: La Nación

Sala: La Casona Iluminada, Corrientes 1979. / Funciones: viernes, a las 23.

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