Edipo en Ezeiza


Edipo en Ezeiza

Desde 1910, fecha en que Sigmund Freud lo usa por primera vez como símbolo del temor que sufre el niño de tener deseos incestuosos con su madre (es en el artículo "Sobre un tipo particular de la elección de objeto en el hombre"), el nombre de Edipo se populariza y, sobre todo, se relaciona en la cultura universal con el famoso complejo expuesto por el padre del psicoanálisis. De tal modo que, cuando se nombra a ese personaje, el primer reflejo es asociarlo a esa referencia predominante.

Freud desarrolla esa teoría a partir de una creativa lectura que hace de Edipo r ey, de Sófocles, quien cuenta la historia de un extranjero que, al lograr adivinar los misterios que le propone la Esfinge en Tebas, salva a su pueblo de la peste y es premiado con la corona del reino. Lo que no sabe es que la reina viuda, Yocasta, con quien compartirá el poder, es su madre. Luego, ese conocimiento de que ha quebrantado el tabú del incesto lo llevará a arrancarse los ojos.

El mito de Edipo, sin embargo, puede tener muchas otras lecturas. Como todos los mitos, que para eso están: para que los hombres absorban de ellos la rica savia que les provee y puedan así leer sus propios tiempos. Ése fue el camino elegido por el director Pompeyo Audivert, que ubicó el nombre del héroe griego como instrumento de inteligibilidad de otra tragedia, en este caso argentina: la masacre de Ezeiza. Ahí los elementos en juego son el enigma de las identidades (¿quién es quién?), la disputa entre padre e hijo por la madre, pero en un interrogatorio que es policial -ella es quizás un enemigo o traidor encubierto-, la trama de relaciones familiares es vista como un microcosmos del tejido social.

Pero ninguno de estos elementos es expuesto en una estructura lineal o acabada. Las escenas se suceden como fragmentos de una historia que ha estallado y en la que nadie puede encontrar más que pistas de un sentido que acaso alguna vez fue unívoco. Y donde hasta la vieja clave del género parece estar cuestionada por la idea de que, en su repetición en el marco de lo contemporáneo, ni la propia tragedia puede evitar degradarse en parodia o farsa, un universo donde todo deja de ser lo que era o está trastocado. Por algo el director y autor denomina a la obra comedia metafísica.

En un espacio austero, pero de atmósfera ominosa -una cocina con salida a un baño, algunas sillas y varios libros por distintos lugares del piso-, los actores, diestramente conducidos, y convirtiendo al cuerpo en una fuente continua de energía interpretativa, logran componer trabajos muy convincentes. Quien haya seguido la trayectoria de Audivert es posible que extrañe en esta pieza el mayor refinamiento creativo de otras obras concebidas y dirigidas por él, lo que, por supuesto, no le impedirá disfrutar de este espectáculo.

Fuente: La Nación

Sala: El Camarín de las Musas, mario bravo 960 / Funciones: sábados, a las 22.30

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