Roberto Ibáñez: Tres hermanos


“Uno escribe sobre sí mismo”

Esta comedia dramática narra la reunión de una familia tras el fallecimiento del más anciano de sus miembros, que arranca con una discusión sobre la división de bienes y deviene en una exposición de deslealtades, vicios, prejuicios y sueños truncos.

El trabajo opera como administrador de la ausencia. La ciudad es una casa de familia en la que la luz, ciertos días, se apaga temprano. Entonces, algunos objetos quedan en la penumbra, salvo para quienes se aventuran a contramano del sistema del reloj. ¿Qué se puede hacer con el ansia de mostrar un tesoro a alguien que nunca está en el lapso en que el tesoro se deja ver? La paradoja del arco iris aparece en el arte y la cultura, en la gestión cotidiana de tiempo y espacio. Y demuestra que si el trabajo dignifica, podría ser en menor medida que lo que lo haría ese tesoro vedado, que para el caso es la comedia dramática Tres hermanos, de Roberto Ibáñez, porque se muestra los miércoles a las 20.30 en El Tinglado (Mario Bravo 948). “Es el maldito dinero que rige nuestra sociedad el que impone estas leyes perversas”, lamenta el director y dramaturgo.

Tres hermanos es la reunión de una familia tras el fallecimiento del más anciano de sus miembros. Mauricio (Carlos La Rosa) llega a la casona de su padre junto a su hija, Sabrina (Sofía Gil); su hermano Carlos (Juan Carlos Ricci) hace lo propio con su esposa, Dolores (Nonnel Nhoj), y lo mismo el tercero, Diego (Eduardo Lamoglia), junto a la suya, Katie (Andrea Vázquez). Llegan desde el velorio, para el que suspendieron otros compromisos. Sin dejar que el cuerpo del finado palidezca, arrancan todos una acalorada discusión sobre la división de bienes, que devendrá en una exposición de deslealtades, vicios, prejuicios y sueños truncos y que tendrá al final una resolución inesperada. “Tomé la historia de un amigo que hacía cuarenta años no veía, un compañero del secundario”, cuenta Ibáñez. “Me contó del fallecimiento de sus padres y me llamaron la atención las reacciones de los hermanos”, amplía.

–¿Suelen ser así las circunstancias que lo ponen a escribir?

–Sí. En este caso me golpeó mucho el relato. Siempre aparecen cosas de la vida propia en lo que uno escribe. Pero los personajes se escriben a sí mismos. Soy un mero cronista de fantasmitas, de sus dichos y hechos, de una manera que prefiero seguir ignorando. Por oficio se ordenan de un modo más o menos teatral, que luego reviso para montarlos en escena, respetando las leyes del teatro, que son muy exigentes. Por ejemplo, en Londres, cagado de frío por la calle, me crucé con un pibe que venía con camperita de jean y camisa. Me dije: “Qué bárbaro, cómo se banca el frío”, y se me aparecieron nuestros pibes temblando en un pozo en las Malvinas. Me produjo dolor sentir en mi frío el que habrían sentido esos chicos. Eso fue Fireworks, Malvinas al palo, en homenaje a los caídos.

–Relativo a la creación como zona de misterio, usted ha salvado que no es intelectual, psicólogo ni sociólogo, sino “sólo un hombre de teatro”.

–Amigos muy queridos me critican, como si fuera una pose, el insistir con que soy un aprendiz de poeta. Tengo respeto por algunos escritores e intelectuales, me fascina su capacidad de análisis, pero yo no la tengo. Mi mirada es específicamente teatral. No es una seudomodestia, siento que las cosas suceden de una manera rara. Hace unas semanas me crucé con una pareja amiga. Me dicen que quieren una obra. Nunca pude escribir a pedido, se los expliqué. Pasó, pero me quedó la imagen de esa pareja y se me empezó a armar un mazacote que no logro discriminar, pero que probablemente me exija ser escrito como obra.

–La familia es una de las instituciones más recurridas en el teatro, más ampliamente en las artes. Algunos lo indican como maledicencia, como si no importara el cómo se cuenta.

–El hombre escribe sobre sí mismo, su confrontación de experiencia propia frente a la que describen otros desde la literatura o la oralidad. Uno está siempre buscando explicarse la vida porque apareció en este mundo no se sabe bien de qué manera. Por lo menos eso hacemos los que somos agnósticos y no le damos a la vida una trascendencia soberbia como el creyente, que cree que es eterna. Uno se pregunta muchas veces qué es todo esto, sobre todo cuando discrepa de una manera dolorosa con la forma en la que ha sido organizado el mundo, cuando considera que es bestial, que debería cambiarse.

–Menciona que es agnóstico: la fe en la obra no es religiosa, pero aparece en Sabrina, en sus anhelos por no repetir las miserias de sus padres y tíos.

–Sí. La vida es una herida absurda en tanto uno no logra encontrar un sentido. Inventarlo es lo que nos permite atravesar los días. Por eso comprendo y trato de ser respetuoso con los creyentes, excepto cuando esa condición los convierte en seres peligrosos, porque todos los crímenes masivos de la humanidad se han hecho en nombre de dioses. Si no existiera esa absurda idea de Dios, los hombres viviríamos en mayor consonancia los unos con los otros.

–Sobre consonancias, los hermanos tienen miradas políticas divergentes, se mencionan militantes de otro tiempo y se critican procederes.

–Es que me incomoda profundamente el doble discurso. Admiro la coherencia, admitiendo la posibilidad de que uno vaya cambiando o mejorando su punto de vista, pero hay veces en que ese reacomodamiento lleva a la traición de la propia historia.

–Tres hermanos tiene en escena impronta narrativa, quizás exacerbada porque en El Tinglado convive con piezas con link hacia las letras.

–Es posible, pero trato siempre de cuidar el desborde de la pretensión poética del escribidor, para que no desbarranque hacia lo literario, lastimando la teatralidad. En el teatro, la poesía es el hecho, no solamente el dicho, que a veces puede entorpecer.

–¿El título tiene algo que ver con Tres hermanas, de Chejov?

–Fue un juego de mi parte, sin ser pretencioso. Como es una situación pueblerina, tiene algo de espíritu chejoviano. La cosa campesina del reposo de la familia me recuerda a Pieza inconclusa para un piano mecánico.

–En la puesta se ocupa de la iluminación, que tiene arrebatos de extrañamiento. ¿Cuán importante es esa tarea?

–El autor propone un paquete de ideas en forma de diálogos y situaciones entre personajes. El trabajo de la puesta en escena exige la utilización de varios signos lingüísticos para articular el discurso. Entre ellos está la luz: recorta conductas, pone acentos, rompe la continuidad dramática. La uso para quebrar la empatía del espectador, para que frene un poquitito.

Fuente: Página/12

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