Delicioso paraíso



Lejísimos del edén

El primer rasgo de humor de Delicioso paraíso está en su título, un adelanto que el público descubrirá al segundo de iluminarse la escena que es falso. El edén anunciado es otra cosa: un ámbito descuidado y algo tenebroso, con una mesa central y otros muebles menores, en el que se ven figuras u objetos, separado del espacio trasero por una soga llena de sábanas, toallas y ropas colgadas. Detrás de ese muro de tela se oirán las voces de dos mujeres que rezan y hacen comentarios sobre un muerto y en la parte visible se observará a un viejo de larga cabellera y barba blancas corriendo a una pequeña mujer, de nombre Ana, hermana de las que hablan.

El diálogo de esas mujeres confirma que habrá humor, pero humor negro, ese que mientras hace reír introduce un escalofrío y hace sentir culpable, porque lo que provoca hilaridad es grotesco, algo más cerca del drama revulsivo que de lo gracioso. El viejo que corre a Ana es el fantasma del cadáver, que yace en una cama en la trastienda del escenario, fuera de la vista. No lo pueden velar todavía porque el pueblo se ha quedado sin féretros y están construyendo al parecer uno nuevo. El calor es intenso. Y la incomodidad, total. Casi enseguida, las dos mujeres que rezaban se sientan a la mesa y dan cuenta de esta situación.

La mayor es Marta, una maestra autoritaria y de mal carácter; la otra, Mirna, una joven muy entrada en kilos y ganada por la abulia y el aburrimiento. Esperan a una cuarta hermana Magdalena, que les ha prometido a todas traerles de la Capital ropa adecuada para el velorio, incluyendo la de una tía bastante extraviada, Dina, que vive con ellas. Es que, más allá del dolor, esa reunión es también un acontecimiento social en un lugar como ése, donde parece no pasar nada. La conversación irá develando las suciedades morales de ese pueblo y esa familia, en especial las del difunto. Pero del diálogo surge una orden imperativa de la hermana mayor: no revelar nada, dejar todo en silencio, porque el mejor pasado, dice, es el pisado.

Esa atmósfera oprobiosa y resignada es la que mejor pinta el texto. Lo hace a través de pasajes llenos de lugares comunes y obviedades deliberadas, que intentan mostrar un mundo cerrado, sin salidas. A veces en exceso, a tal punto que la obra merecería algunos ajustes de dramaturgia, que le darían mayor contundencia. Hay, por ejemplo, un pasaje en el que se dejan en claro las tropelías del difunto que es redundante, porque las imágenes fantasmáticas y la obstinación de Marta de ocultar todo ya las han hecho bien evidentes.

Los trabajos de las actrices son en general satisfactorios. En especial, los de Paula Lemme y Victoria Carambat, que marcan con precisión los rasgos de sus criaturas. En esto, la directora Alejandra Rubio, que es una excelente actriz, ha trabajado muy bien con su elenco, salvo en el caso de Goly Turilli (Magdalena), que está demasiado exterior. En cuanto al final, que no se dará a conocer, no deja de ser eficaz, a pesar de haber sido ya visto en algún otro espectáculo. La escenografía, aunque no muy imaginativa, resuelve bien las necesidades de lo que la obra necesita.

Fuente: La Nación

Sala: Teatro del Abasto / Funciones: jueves, a las 21.

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