Las lágrimas que me tragué

Una propuesta sin fuerza dramática

Trinity fue criada en el seno de una familia adinerada, aunque el esplendor que tanto admiraba su madre afrancesada poco a poco se fue perdiendo. Siendo niña, la muchacha decidió dejar de sonreír y se encerró en un cuarto de la casa. Observó cómo muchos objetos que la rodeaban iban desapareciendo. "Muerta en vida", como la calificó un médico, ella creció en un marco de profunda desolación.

En el presente de la escena, Trinity relata los diferentes acontecimientos de su vida. Su discurso es alocado, desordenado, sus palabras fluyen a borbotones y las asociaciones que construye desconciertan a una platea que, por momentos, se detiene más en la imagen de la protagonista que en el caótico texto que escenifica.

El mundo que Mariana Castillo y Ezequiel Matzkin intentan construir genera cierta inquietud al comienzo pero, a medida que la acción progresa, se va diluyendo lentamente. Es que Castillo como actriz no logra, desde lo corporal, asir esa dramaturgia profusa. Muy poco orgánica, la intérprete deja pasar la posibilidad de recuperar a su personaje en una profundidad que le daría una elocuencia cierta. Porque además es un personaje rico por su conducta desaforada y, sobre todo, por las peripecias que va atravesando a lo largo de los años.

Las lágrimas que me tragué resulta así una experiencia muy formal en su concepción general, construida con calificadas ideas de escenografía y vestuario, pero que no llega a proyectarse con potente fuerza dramática.

Fuente: La Nación

Sala: VeraVera, Vera 108. Funciones: sábados, a las 22.30.

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