Macbeth


Un clásico sin solemnidad

Lo que iguala al hombre del pasado con el del presente, y probablemente también del futuro, son las pasiones humanas que se mantienen inalterables a través de los siglos. La ambición, los celos, el odio, el amor, el afán de poder, la ambición desmedida, el imperioso impulso de conquistar, avasallar y dominar son las constantes que llevaron a los hombres a la guerra, no importa el maquillaje ni las vestimentas con que se trató siempre de ocultar la pretensión codiciosa de acumular más y más grandeza, ya sea por el dinero o por el poder. De esto dan y seguirán dando testimonios los libros de historia y la realidad.

Esta característica es la que confiere a una obra como Macbeth la categoría de clásica, adaptable a todos los tiempos y a cualquier lugar. Macbeth es ambicioso, pero mucho más lo es su esposa Lady Macbeth, que no tienen reparos en cometer un regicidio, matar amigos, cometer crímenes gratuitos para justificar la aspiración de ser cada vez más poderosos. Dicen que detrás de un "gran hombre" hay una "gran mujer", pero en esta obra no se refiere a la nobleza de espíritu sino a una cruel impiedad.

Claro que todo este sangriento ascenso a la supremacía total tiene un costo que tanto Macbeth como Lady Macbeth pagan con su vida. Pero antes de esto, por su condición de humanos, sucumben a la tentación, a la arrrogancia, a la culpa, a la locura y finalmente a la muerte. Casi como si estuvieran tan predestinados como lo está el futuro ascenso al reinado que profetizan las brujas. Dice Harold Blum (Shakespeare, la invención de lo humano): "De todos los protagonistas trágicos de Shakespeare, Macbeth es el menos libre. Como insinuó Wilbur Sanders, las acciones de Macbeth son una especie de precipitación hacia adelante, un precipitarse en el espacio". En este sentido, Shakespeare se adelantó a Nietzsche y a Freud al plantear que el hombre es vivido, pensado y querido por fuerzas que no son él mismo.

Esta cualidad de modernidad es la que toma Javier Daulte para realizar su versión, que vuelca acertadamente sobre el escenario al plantar como escenografía una gran estructura metálica, ensamblada sobre ruedas, que le permite desplazar los módulos para recrear diferentes ámbitos, y a su vez lograr una dinámica precisa. También se refleja en el vestuario con mucho cuero y herrajes, con esbozos atemporales para distinguir al uniforme militar y diseños actuales para los civiles, quedando acotado el color para la vestimenta de la protagonista. Aportan lo suyo tanto las coreografías que ejecutan las brujas como los apuntes musicales, con valores dramáticos, que resuenan cercanos a la mirada actual. Una estética interesante, enriquecida por la iluminación, donde cada rubro se suma en una imagen final muy lograda.

Un gran acierto se percibe al utilizar en esta versión un texto que se expresa con naturalidad, despojándolo del tono sentencioso y solemne conque se supone se deben encarar los clásicos. Y aquí cabe señalar un reparo digno de mención. Acústicamente hablando, las salas del San Martín han resonado con las voces naturales de los grandes actores que durante décadas han transitado sus escenarios. Por esto mismo, la utilización de recursos tecnológicos como los micrófonos incorporados pueden jugar en contrar al provocar una proyección metálica y por momentos crispada que impide una audición nítida. Esto atenta contra la comprensión del texto y también menoscaba la interpretación.

En este sentido, Daulte recurrió a jóvenes actores, y no por esto menos talentosos, que aciertan en la composición del perfil psicológico y la composición corporal, un mérito que se puede adjudicar a todo el elenco y especialmente a Alberto Ajaka, Mónica Antonópulos, Luciano Cáceres, Agustín Rittano, Martín Pugliese y Julieta Vallina.

Una curiosidad para señalar es la aparición del personaje del portero que, en un monólogo aparentemente humorístico dirigido directamente al público, habla sobre su oficio. No queda claro si se trata de un recurso de distanciamento para quebrar la atención o de un breve intervalo, al mejor estilo del entremés, para cortar la representación que dura 135 minutos ininterrumpidos (aunque no se sienten). De cualquier forma, no aporta nada ni tampoco resulta tan gracioso como se pretende.

Fuente: La Nación

Teatro: San Martín.

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