Vidas Privadas


“Ay, el amor”... el estereotipo en el centro de un escenario que atrasa

Cuatro personajes con historias cruzadas y que nada tienen de profundidad, puestos al servicio de una trama poco novedosa. José María Muscari, lejos de la transgresión que lo caracterizó, hace agua en esta “nueva” puesta.

Quieren entretener. No hay que buscar otra intención en la obra Vidas Privadas, una comedia que en 1930 escribió Noël Coward sobre la que José María Muscari decidió hacer su propia versión. Para su época, el estilo de Coward fue una revelación: influenciado por los diálogos sutiles, la sátira y la ironía de Oscar Wilde y Bernard Shaw, el escritor inglés desarrolló una comedia de costumbres sobre un matrimonio que, luego de cinco años de estar separado, se reencuentra en un hotel, mientras cada uno celebra sus lunas de miel con sus respectivas parejas. Cuando esta pieza se estrenó en Londres, en la década del 30 hablar de la infidelidad, de la falta de amor y de rehacer sus vidas con otras personas fue una gran provocación. Ahora, la actual puesta de Vidas Privadas no tiene mucho para decir.
Por eso, la obra en la que actúan Miguel Ángel Rodríguez, Georgina Barbarossa, María Fernanda Callejón y Cristian Sancho apunta a un entretenimiento elemental, que ubica a los actores casi en el rol de animadores que tienen que motivar al público. Eso lo demuestran de entrada, cuando los personajes aparecen en escena y comienzan a repetir unos pasos de baile que el público “acompaña” con aplausos. El teatro se vuelve una discoteca que ubica a los actores como piezas de exhibición, que desfilan y repiten un paso básico de baile. Después, vendrá la historia: la mujer veterana y profesional (Barbarossa) se casó con un joven musculoso (Sancho) con quien no tiene nada en común, salvo el sexo. De la misma manera, su ex marido, un exitoso empresario un tanto machista (Rodríguez) se casó con una sensual mujer (Callejón), que lo desgasta con pedidos de amor y preguntas sobre su pasado. Con fondo de música pop, la propuesta recae en estereotipos vacíos, sobre todo en el caso de los personajes secundarios: el hombre musculoso que quiere solucionar los problemas a las piñas y la mujer gritona y llorona que se siente sola.
Ya lo hemos dicho en otras críticas, José María Muscari es un director que se hizo lugar por su estilo personalísimo y una serie de rupturas con el teatro más tradicional. Pero en este caso, que su innovación sea hacer bailar a los actores o ciertos cortes con la cuarta pared –porque los personajes se bajan del escenario y cuentan sus historias–, digamos que, desde las vanguardias artísticas del ’20, no tiene nada de original.
Miguel Ángel Rodríguez y Georgina Barbarossa saben lo que tienen que hacer. A ellos les toca, por su oficio y experiencia, ser los sostenes del espectáculo. El desafío actoral se limita a llegar a tiempo con los gags y a decir con cierto tono cómico, que los dos dominan, los remates de las situaciones. Y sin embargo, a pesar de que los actores están sobrecapacitados para lo que la pieza les pide, se los nota incómodos. Se ve la pose en un trabajo que queda en lo superficial: las manos en la cintura de Rodríguez mientras habla, el soplido para decir que está enojado o la mirada desorientada de Barbarossa, que intenta comunicar pero no sabe qué ni cómo.
Como si hubiera que explicitar de qué se está hablando, durante los 70 minutos que dura Vidas Privadas, los personajes repetirán, cada vez que puedan, la frase: “¡Ay, el amor, el amor...” Pero ¿qué sienten los actores?, ¿están emocionados? En una inverosímil escena, central de la obra, los ex esposos están cada uno en su habitación de hotel. Antes, nunca se habían visto, pero de repente, sin ningún cambio de escenografía o de luces que pueda informar sobre alguna variación, ellos se ven. Empiezan a insultarse, a maltratarse y cuando esa parte termina, sin ninguna explicación, descubren que en realidad se siguen amando. En menos de diez minutos pasan del odio a la reconciliación. De amor y sentimientos, nada. <

Fuente: Tiempo Argentino

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